Diario inefable

Quien busca el final de su camino no está en camino, lo que está buscando realmente es su comienzo. (p. 134)

Hay una realidad, cierto, pero puede ser simulada con encantamientos diversos. Así que es una realidad por defecto, y quien se conforma con ella, como si fuera la cosa única o verdadera, es un ser por defecto. (p. 40)

No hay ningún consejo que sea posible dar. La risoterapia es una filosofía de ingenieros. 

La vida mancha, es así de simple. (p. 11)

Las personas se imaginan cosas las unas de las otras y no se preguntan, dejan que una aurora las separe y no amanecen nunca. (p.15)

Sentir que todo está por decir, porque todo lo que se dijo se dijo mal, y sentirlo, aun así, inútil, como si todo lo efable fuera sólo como el rumor inadvertido del paseo de hacer recados.

No sé esa palabra que por debajo de las lenguas desata el ser. La mirada que huele las almas.

Se ama aparte de las palabras. (p. 37)

El sabio no es una perla en un estercolero, sino un excremento en una joyería. (p. 206)

Tal como se estudia, la historia es extraña. Da a entender que han sucedido cosas y que el hombre cristiano, por ejemplo, es diferente al griego antiguo. Pero es sólo diferente porque se estudia como diferente.

Yo creo que, de todas las grandes inflexiones del tiempo escrito, ninguna difiere de cualquier amanecer. Que el amanecer distinto no ha llegado aún, y quizás nunca llegue.

Ese amanecer lo anhelan y lo cantan todos los profetas. Pero los profetas son demasiado iguales a lo que ya es y demasiado distintos a lo que vendrá.

Lo que vendrá nadie lo puede cantar. El nuevo amanecer es una mutación en nuestros hijos, que nacerán diciendo, una mañana para nosotros cualquiera, que el sol ha salido distinto, que ya no necesitan la bajeza con la que nosotros, sus padres, vivimos, ni nuestras garras, nuestros gobiernos, nuestros dioses o nuestras leyes. Ni nada de nosotros, tanto que ni se molestarán en darnos sepultura. (p. 86)

Quizás sea cierto que la historia tiene un final, como algunos dicen. Lo tiene la vida humana, no como muerte, sino como agotamiento de sus posibilidades, fosilización de sus esperanzas, conformismo con lo dado y acabamiento de la energía.

Así sería entonces el fin de la historia. No una realización, ni una meta, ni el encuentro con un sentido último, sino la disipación cenicienta de lo posible, el aburrimiento, la repetición, la clausura, la laxitud de los hechos que nacen de una nada que a nada conduce.

Un final ni triste ni alegre, sino tan anodino y vulgar que será pasado por alto.

Quizás ya ha ocurrido. Quizás, me pregunto, fueron los pintores paleolíticos los últimos hombres y la prehistoria es la verdadera historia. (p. 97)

Leer mucho te enseña hasta qué punto repetimos cosas que ya han sido dichas incesantemente. Aun así las seguimos repitiendo, a veces con palabras muy parecidas, otras con palabras distintas, pero muy pocas veces con palabras mejores. (p. 179)

Vivo en un lugar frío y no lo caliento. Los invitados se quejan —¡que no vengan!—.

No, no lo caliento. Aquí, que no hay cielo ni desamparo, hago la mística de surgir las palabras de este frío rácano.

De este frío abismal. Tan absurdamente profunda es mi alma. (p. 41)

La vida pura carece de técnica, al igual que la creación pura. Todo es cuestión de una técnica, de un método, de una enseñanza, de una escuela, de un proceso, de una rutina, de una costumbre, de un oficio.

Si se quisiera escribir el poema de arte puro, habría que fundar para tal propósito una lengua sin referentes ni gramática, un idioma mudo e incomprensible. (p. 52)

La pereza es la mayor de las pasiones, pero es una pasión al revés, como un calcetín dado la vuelta. Es una pasión multidimensional, cósmica y omnipotente. Todo lo anula con su fuego helador. (p. 72)

La vida actual tiene luces a las que nadie ha llamado. Luces eléctricas que mancillan la oscuridad de los poetas.

¿Qué es esa maldita intermitencia roja que molesta mi melancolía de arrojarme a las tinieblas?

El romanticismo fue posible porque se alumbraban con velas. Hoy las masas se disfrazan de aventuras galácticas. (p. 35)

Hombres inmortales no hubieran producido cultura. La inmortalidad, si algún día se alcanza, marchitará todo lo humano. La ciencia conseguirá entonces su fin supremo: aniquilar toda sabiduría, todo bien, toda caricia, todo verso, toda lágrima, toda sonrisa, toda palabra.

Hombres que no pueden morir son hombres que no han nacido.

Esta es la teleología de la matemática ―porque la matemática es esencialmente teleología―, fantasía imperialista con aires de ser la malla del mundo, su sustento, su origen y su fin. Delirios humanos.

Hay caos solamente: libertad. (pp. 54-55)

La felicidad es la criatura más letal, su veneno mata en un instante. (p. 131)

Aquel que se para al borde se está arrojando siempre. (p. 131)

El espíritu coincide exactamente con la carne. (p. 132)

Es una necedad escribir cosas que nadie va a entender. Es ridículo no tener nada que decir y aun así escribir un libro. Agotadora pornografía de lo prosaico.

Estas cosas las entiende cualquiera, pero ¿a quién le interesan? (p. 189)

No tenemos claro si nuestra misión es mantener viva una llama o sofocarla. Aunque quizás sea, más bien, prenderla. (p. 221)

Hay que restaurar la magia. No la magia de las películas ni de los brujos. Ni la magia de los idiotas románticos o los esotéricos cuánticos.

La magia real es la de los hombres fuertes y sirve sólo para dominar el tiempo atmosférico. El hombre que construye un flujo energético por todas las líneas de su cuerpo y lo lanza hacia las tormentas para servirse de ellas. Ese es el mago. Sólo el que hace eso y exactamente de ese modo.

Los otros, los que hacen pócimas, conjuros o encantamientos, los telépatas y los que se ocupan de desamores, etc. son todos vendedores de baratijas. Farsantes o ineptos. (p. 146)

Hay palabras que suenan a cosa honda e importante y cuyo significado va más allá ―hacia lo desconocido― de lo que aparentan, que ya es de por sí señorial, salvaje y estepario.

Estas palabras se pueden usar en cualquier discurso y a todo le dan sentido, pero este sentido no es un significado, un logos, sino una comprensión sexual, un eros. Las palabras estallan silenciosamente y son absorbidas por un agujero negro, como un fenómeno incognoscible para cualquier física o cualquier psicología. Su sentido es inmediatez indefinible, sonidos que tienen algo de música comestible, de baile feraz, de eyaculación, de paladar, de viento, de humedad, de barro. Será que su articulación es como un beso largo que fusiona lenguas arrastradas hacia mares furiosos y abisales.

No es lo que dicen, sino el derroche orgánico al que obliga su acto. Por eso se eligen para las cosas tremendas estos decires, estas dicciones, estos trabajos, estas cópulas. (p. 57)

El primer día de colegio, equivoqué el camino. Desde entonces fui a otro lugar. 

El momento de terminar el colegio no lo recuerdo muy bien, lo tengo en una nebulosa parecida a dormirse. (p. 35)

El niño no sabe lo que es ser viejo.

El viejo ha olvidado lo que es ser niño.

En esa extrañeza mutua se buscan y se intersecan.

El que ya no es una cosa ni aún la otra, va por el camino que une ningún lugar con ninguna parte. (p. 205)

Fui al médico por un problema: exceso de salud.

Al principio me tomó por un bromista y luego insinúo que quizás mi problema era mental más que otra cosa. Pero no, le insistí, en lo mental, más incluso que en lo físico, derrocho salud y lucidez.

No se entiende como nadie pueda sufrir de exceso de salud, pero la salud es un bien mesurado y si a uno le sobra, se sitúa por encima de la vida, fuera de ella, todo le es poco, todo le es cansino, todo le aburre, todo es pequeño y lento, caduco, diminuto. 

Estamos hechos para estar dentro, no fuera. Si uno sobrepasa la pequeñez dada, la desborda, la derrocha y la sufre.

Así, los médicos nada pueden contra mi mal. Mi mal es un mal que no es mal, sino un bien que es demasiado bien. (pp. 98-99)

Sería muy hermoso que las fábricas me pareciesen castillos y los camiones dragones. Que el páramo de escombros tras la verja oxidada fuese una ciénaga espectral, y su regueros de agua de plástico las fuentes emponzoñadas que manan de la guarida de un nigromante. Que el parque de pinos y olmos ennegrecidos por el humo fuese un bosque encantado, habitado por elfos a lomos de lobos parlantes, en vez de esos pseudoproletarios a la espera de nada que pasean al perro. Que el centro comercial, con sus puertas giratorias y sus hordas de enloquecidos recolectores, fuese un palacio de los sueños donde hadas traviesas te engañan para esclavizarte y darte así la oportunidad para la renuncia y el heroísmo. Que el antro maloliente embarrado por una música mecánica fuese una cueva profunda llena de misterios y peligros, un laberinto en cuyo fondo, guardado por orcos y otros seres perversos, hubiese un tesoro. Que la ferretería y sus cacharros modernos fuese la forja de un maestro conocedor del arte de las espadas mágicas. Que la calle oprimida por el tráfico fuese una calzada recorrida por los mensajeros de un mundo que desconoce la inmediatez. Que entre las multitudes que trotan por las aceras hubiese para mí un destello de amor puro, mirada verdadera que he de encontrar para salvar, para salvarnos, de las fauces de aquel dragón cuyos vapores todo lo calcinan. Que hermoso sería para mí este mundo de fantasía superpuesto por mi locura a la locura auténtica. Pero no he leído todos los libros, ni siquiera la mayoría, ni siquiera muchos. Y hace falta, para ser Quijote, haberlo leído todo, que no haya caballero desconocido ni hazaña imposible. ¿Estaba loco ese hombre o había llegado al convencimiento desesperado de la bravura? ¿Dónde está lo imposible, en sus delirios o en el heroísmo sanador del mundo injusto y polvoriento?

Mi cordura en exceso y todos los libros destruidos. Torres de papel que nadie puede escalar y que no arden. Son nuestros ojos los que han ardido. (pp. 224-225)

Todo lo humano cansa. Canciones, poemas, cuadros, teorías, ciencias, políticas, ciudades, sinfonías, tecnologías, etc. Sin embargo, aquello que está desde antes y desde afuera, la tormenta, el cielo, los bosques y su manto sonoro de pájaros, es inagotable. Puedo pasear eternamente por el bosque. Sólo cuando lo humano queda abandonado y se funde con esa naturaleza que es indiferente a nuestros logros culturales, entra en la eternidad. (pp. 172-173)

¿El lenguaje es la casa del ser o la cárcel del ser? (p. 221)

Tumbarse bajo el sol en los climas fríos y a la sombra en los cálidos. No hay mucho más. (p. 189)

Un rayo siempre la cae a uno solo. O a dos que se abrazan. (p. 192)

Se ha dicho de muchos hombres que fueron adelantados a su tiempo. Yo creo que ninguno lo fue, más bien fueron reliquias o retardos, insignias rotas de una antigüedad mágica que nunca existió.

Porque el futuro, ¿qué nos depara salvo esta rutina y repetición infinitas? (p. 103)

Cuando se vive rodeado de alimento, el alimento pierde sentido, deja de ser comestible y morimos de hambre. (p. 152)

Teniéndolo todo no tenemos nada, y no teniendo nada lo tenemos todo. Son simples juegos del lenguaje. Nadie jamás lo tuvo todo ni tendrá nada. (p. 154)

El cristal sólo refleja si la oscuridad está al otro lado. (p. 159)

Los revolucionarios giran sobre sí mismos. (p. 212)

La mayor grandeza está en recuperar tu pequeñez. (p. 213)

Para los sujetos mediocres, lo excelente es siempre lo mediocre. (p. 214)

Hoy los mares exigen navegar identificado; si no, todos los puertos están cerrados, todas las islas ocultas, todas las costas vedadas. Tan solo te queda entonces girar en el horizonte monótono del oleaje. Siempre igual y siempre distinto. Océanos de agua dulce en los que no es posible naufragar. (p. 220)

Ahogada en el gallinero inmenso, en el estruendo planetario, hay una voz diminuta y singular. Es la voz de la época. No es un promedio ni el acento vulgar de un barrio cualquiera. Es una extrañeza que está viendo desde adentro como si mirara desde afuera. Es la voz de un medio poeta y de un sabio estúpido. De un medio lelo de piernas cortas que provoca anchas suspicacias a pesar de sus esfuerzos por saludar y pasar inadvertido. 

No dice nada en particular, no da consejos ni desvela ningún misterio.

La voz de la época deambula como un hilillo de mercurio por los torrentes del mundo. Contamina las aguas, pero las aguas son tan inmensas que su envenenamiento es homeopático y nadie se intoxica. Y quien lo hace lo olvida al siguiente verso amoroso que aparece en las etiquetas del supermercado. (p. 193)

Hoy todo se sabe, lo cual quiere decir que el conocimiento ya no tiene valor.

Si ocurren infamias, se sabe. Y nada cambia.

Sólo es grave la anécdota. Hordas enteras de oligarcas sacrifican pollos en el altar de lo anecdótico. Y nada cambia. (p. 111)

¿Qué pasa cuando uno sabe que la vida que le gustaría llevar no es posible, sencillamente no se da en el mundo?

Todo es enderezar en la curva infinita de un camino de arena polvoriento y tramposo. Enderezarse por fuerza bruta contra la velocidad extraña de no llevar rumbo, contra la fascinación inútil de un niño de mirada dilatada y diletante que bebió hasta agotarlos todos los mares de la imaginación. (p. 49)

La nobleza siempre ha existido a destiempo. En las épocas polvorientas se recurría a ella con pomposidad, era una buena arcilla para sellar las porosidades de la barbarie y hacerla defendible, era una cosa inútil y vacía, un estandarte superficial. Hoy que la barbarie es grosera y nuestra ruindad se ha civilizado, ya dan igual los estandartes y no necesitamos nobleza, ya nadie la pretende ni la reclama. Se ha quedado con su fama de inútil.

Quizás hoy nos hiciera falta una verdadera nobleza. (pp. 147-148)

Quizás Dios no exista sino como un acto que alguien hace, un acto individual hecho por cualquiera.

Quizás su verdad sea solo la no mentira del honesto y su omnipotencia la bravura del campesino que no se deja avasallar. Quizás su eternidad sea la del aventurero que atraviesa sin miedo los peligros, o la del enfermo que se resiste a morir. Quizás su amor sea el de la madre hacia su hijo y su bondad la del pobre que reparte lo poco que tiene.

Dios existe solo como esos actos; lejos de ellos, es ninguna cosa, menos aún un personaje estruendoso que todo lo sabe, menos aún un demiurgo o un mago capaz de sacar de la nada cuatro gallinas y un planeta con bosques de alcornoques. ¿Qué absurdo poder es ese de crear el universo?

No hay ningún creador y Dios, lo divino o cualquier nombre que se le dé al estar sano, no es otra cosa que lo que hay recreándose en un bien natural que no está en la cima de un cielo platónico, sino en el barro y el alimento, en el sol de la tarde y la lluvia, en la alegría que sin duda siente cualquier viviente por el mero hecho de pasarse una tarde solazándose en su existencia sin pensar en ello. (pp. 205-206)

Para aquellos cuya vida está llena de avatares y sufrimientos, de desiertos y destierros, de repúblicas y hambres, la historia tiene un sentido y una penumbra de autorretrato real puesto a la luz desde la muchedumbre inmanente de detrás del biombo.

Para aquellos de vida aburrida, banal e informatizada, la historia carece de sentido, es la penumbra fantasmal de una pantalla irreal, es un mito de cualquier cosa para plantarse los pies desde lejos en el absurdo cotidiano. (p. 114)

En la cresta de la ola está la espuma, lo más sucio, lo más volátil, lo más estúpido. (p. 173)

No salir a que te dé el aire es un logro de la ingeniería.

Que te exijan explicar lo que está perfectamente dicho es un logro de las ciencias del espíritu al que no le da el aire. (p. 19)

Los medios de comunicación estrechan el mundo hasta hacerlo asfixiante. Hay quien dice que es al revés, pero yo creo que solo lo ensanchan muy excepcionalmente. En general son mediocres y ofensivos, producen ondas masivas de material plástico cuyo fin es rellenarlo todo y convertir las estancias en celdas constreñidas y acolchadas donde no corra el aire.

De todos ellos, el que en mayor medida causa este efecto es la televisión. Apagar la televisión es como abrir una ventana. (p. 147)

En el sitio en el que se viva, llamémosle casa, es necesaria al menos una ventana con paisaje. 

Y en el paisaje es necesaria, al menos, una casa en la que se viva.

Ambas cosas, la una y la otra. Si falta el paisaje, queda sólo una caverna, refugio oscuro y atávico. Si falta la casa, queda sólo un naufragio. (pp. 76-77)

A quien sólo desea un pedazo de cielo, lo angustian los puñales de todo lo decible.

A quien desea la inmensidad, las palabras lo apaciguan por no ser posibles.

Por ello, hay aquí palabras. (p. 69)

Todo lo que acaba es la mitad exacta de un infinito. (p. 193)

La mayoría de los ensayos o tratados dicen en muchas páginas lo que podría decirse en unas pocas líneas. Otros dicen lo que no es necesario decir, y no faltan los que abundan en cosas de las que no es posible decir nada, cosas de las que, si se quisiera hablar con propiedad, habría que decir de menos. (p. 207)

No soportamos a los hombres buenos. Cuando alguien es demasiado bueno, despierta sospechas, y si excede su bondad el límite de lo tolerable, es arrojado al destierro de la Santidad. No soportamos la bondad en mitad de nuestras calles, en los circuitos de nuestras razones ni en nuestros vestíbulos. La bondad es algo que ha de estar afuera, en la marginalidad irracional de lo santo.

La santidad es un territorio inocuo, absurdo y risible. Los que por allí deambulan se vuelven inofensivos y se les escucha sin miedo, como si se escuchara a un niño que divaga hasta decir cosas sabias que a nadie le interesan, salvo para regocijarse en la extrañeza bufa de quien las dice.

En lo humano, cuando algo se eleva, finaliza su estirpe. Sólo los rudos crean estirpes. Los mediocres las continúan. (p. 132)

Me gusta pararme en mitad de los puentes y ver la corriente atravesarme el pecho, hacia mí y contra mí. Sólo en la mitad exacta de un puente es posible la experiencia, en el sitio que no es camino ni su contrario.

Incluso los ríos secos me atraviesan. Su fondo corre también, como la materia del mundo, interminable cauce hacia el mar infinito. (p. 124)

Tengo la impresión de caminar entre ruinas. No pertenezco al mundo antiguo y el mundo nuevo está por hacer. Aun así, siento lúcidamente los ecos de ambos susurrando entre el polvo. Nunca están en el presente. Las gentes pasan con sonrisa cotidiana, apegados a una conversación. Son fantasmas más allá del umbral. Aquí, entre las ruinas, aspiro el recuerdo de un romanticismo desencantado, y aún siento como aquellos el abismo de lo sublime. Soy un hombre entre dos mundos que no se conocen. ¿Acaso podemos ser los de mi especie, hombres solitarios y olvidados, quienes mantengamos un puente invisible?

Me pregunto qué otros misticismos quedan por venir, ahora que los vínculos están rotos, que las ruinas han sido acristaladas, Dios está enterrado y los libros atestan inservibles las casas de cualquiera. (p. 175)

Hay una química espectral por debajo del mundo, es el humus en el que han crecido tus fiestas y tus dioses. Por eso no juego a los viejos ritos, tengo hasta las rodillas hundidas en el barro.

Tú, sin embargo, juegas a saltar sobre las aguas.

Yo te digo: eso no son aguas ni son tierras. De saber eso me hundo, condenado como un árbol menguante que ofrece frutos sin mitología. (p. 127)

A veces un clavo saca otro clavo, pero otras lo hunde más aún. En lo más profundo, invisibles ya, están todos esos clavos comidos lentamente por el óxido. (p. 222)

Dicen que el lenguaje está enlazado al pensamiento. Quizás sea así, pero no demasiado. Lo demuestra el hecho seguro de que casi todo lo que se dice no se piensa, y no porque se diga arrebatadamente, sino porque ya había sido antes pensado y quedó así, desde tiempo antiguo, con ese certificado de buenos modales y cosa práctica y probada, como un refrán útil para la vida, no porque sirva para algo, sino porque evita el trámite cansino y tan poco humano de tener que pensar en lo que se dice.

En ese sentido, en el de decir cosas que ya habían sido pensadas por otros antes, es en el que el lenguaje tiene que ver con el pensamiento. Está en su origen, no en su actualidad. Es como las constituciones de los mundos democráticos, que se dan en un momento primigenio y quedan ahí, como mitos inamovibles e inviolables para el resto de los tiempos, pero no son más que engendros mecánicos de una antigüedad, y en la supuesta racionalidad actual de sus sistemas rige básicamente lo convencional, la pereza, el conformismo y lo irracional.

Pienso en los primeros hombres que hablaron. De repente, una mañana, lluviosa quizás, se despertaron y pensaron: «algo pasa, tenemos que hablar». Pero no tenían palabras ni gramática ―aunque eran capaces, ya desde hacía mucho, de emitir sonidos― y tuvieron que pasar el sufrido trámite de crear un lenguaje. Después se dieron cuenta de que su excepcional logro había requerido un derroche de energía tan enorme que era conveniente que en un futuro no se volviera a producir. Por eso, para provecho de las futuras generaciones, inventaron no sólo el lenguaje, sino también casi todo lo que decir con él, al menos lo más necesario para la vida, lo que basta para la mayoría de gente. Pero no eran dioses y no podían inventarlo todo, así que algo queda aún por decir y por eso hay gente, como yo quizás ahora, que dice cosas que nunca antes se dijeron ―¡pero hay que pensarlas y duele!―, cosas como estas, extrañas y peculiares, un poco disidentes, absurdas y bastante inútiles. (pp. 78-79)

Hay quienes solo se alimentan de lo que encuentran en el supermercado. Sus cuerpos están hechos, literalmente, de manufacturas y procesados. Si hay un dios, es para ellos como un personaje de tebeo. Se emocionan con el tintineo de las monedas y con las canciones de amor de su juventud. Para ellos, una metáfora es solo un trueque. Si escribiesen un poema, empezaría: Hoy me he levantado con dolor de cabeza y no estabas tú, o cualquier otro onanismo insípido.

Estas gentes inundan el campo de visión y no hay nada tras ellas que sea otra cosa que lo que muestran. (pp. 180-181)

Todos aquellos que buscan ser quienes verdaderamente son y siguen el consejo de sus gurús —conócete a ti mismo— acaban siendo nada. (p. 205)

La aldea global tiene sus correspondientes paletos globales. (p. 208)

He buscado incansablemente conocer lo que hay detrás de cada sombra. Ahora sé que la ignorancia es circular. Giramos sobre nuestro límite prendidos a un anhelo que apenas nos sostiene. Envidio a aquellos que caminan con la insignificancia de un iluso. Ellos no buscan saber, sino solazarse, como el que come cada día por un hambre que no le pertenece —toda hambre es ajena—. Van a ver películas para entretenerse, leen libros que les recomiendan y con los que pasan algunos ratos libres, se distraen con músicas rutinarias o se entregan a cualquier ingeniería con una vocación doméstica.

Mi curiosidad, sin embargo, la he sentido siempre como algo propio, como un centro. Jamás me ha abandonado, pero la noto rezongar como una bestia cansada que ha revuelto caminos innumerables, a veces sin criterio. Ahora no sabe qué puerta abrir. Cada puerta da a un vestíbulo ya visto con otras puertas que a su vez dan a vestíbulos ya vistos. 

No es que lo sepa todo, pero he iniciado todos los caminos, y aunque no los he recorrido hasta el final —la mayoría apenas los he andado—, sé que no hay en ellos ningún tesoro iluminador. (pp. 178-179)

Se dice a veces: tal nació en un tiempo equivocado. Pero ¿acaso tenemos un tiempo reservado? No, todos nacemos en la tierra y en la época que nos es dada. No hay ningún error en ello. 

Quien está incómodo en su mundo, lo estará en todos. No es un error cronológico lo que le incomoda. Ni siquiera es un error, sino una certeza. (p. 195)

En realidad, todo poeta ensalzado no es nunca origen, sino consecuencia. Y es por eso, por ser logro o producto de la cultura ensalzadora, por lo que se lo ensalza.

Pero a su vez, esa cultura ensalzadora ha sido erigida por poetas que nunca fueron ensalzados. (p. 127)

En las plazas públicas usan poesía como prótesis espiritual, como ortopedia bendecida por los antidisturbios. (p. 128)

El día del libro no es el día de la lectura ni de la escritura, ni de la literatura, la poesía, la filosofía ni nada semejante. Es el día de un objeto encuadernado de al menos cuarenta y nueve páginas, lo que excluye muchos manuales de aspiradoras, pero no los antiguos listines de teléfonos.

Los libros deberían venderse al peso como los embutidos. (p. 210)

Los grandes imperios de la historia trascendiéndome y yo aquí, en mitad de un campo roturado por las cosechadoras. (p. 212)

El hastío precede a la locura, como un silencio antes de una explosión, como un vacío antes de la plenitud. Y en ese vacío se da la lucidez previa, una ráfaga de visiones que agotan el entendimiento. Se entiende entonces que ya se ha visto todo y que cada nueva historia no hace sino repetir algo ya escuchado, algo ya conocido. No se enloquece por abundancia, sino por completitud. Don Quijote no leyó algunos libros de caballería, ni siquiera muchos, sino que los leyó todos, los leyó en toda su posibilidad de ser y agotó así el mundo que, confrontado con esa infinita ficción, se le aparecía agostado y sombrío. Fue entonces cuando se lanzó a embellecer de justicia, como se puede embellecer de libertad o de amor.

A veces siento estar en el filo. He llegado a tal punto que, cada vez que abro un nuevo libro, siento el temblor de la locura, ¿será este el último? Aún no ha llegado ese momento, a pesar de que cada palabra resuena en mi mente como si la hubiese escuchado ya muchas veces. 

No sé si queda en el mundo aquello que me pueda precipitar a la locura, a un nuevo renacer, o he encallado en el hastío. (p. 177)

Te desprendes del océano y asciendes. Lo que se rompe en pedazos adquiere la forma y el nombre; primero es disolución, luego calma, luego el frío de las alturas hasta que el sol comienza a empujarlo en un viaje impredecible. Solo cuando pasas por la tormenta tienes conciencia. La tormenta eres tú en ese mismo océano despedazado. Azotado y exhausto, adquieres la consistencia firme de una lágrima, o una estrella si tu tránsito fue inclemente, una joya en definitiva destinada a caer por la ley de los cuerpos. Agua que cae de nuevo al océano, o a los campos que fertiliza. (p. 229)

Cualquiera puede intuir el hogar, rememorar su aroma en ráfagas furtivas para darse cuenta luego de que todo está perdido, de que quizás no sean más que las fantasías construidas por una infancia feliz en exceso. (p. 181)

Incluso en las aguas contaminadas hay vida que se adapta.

Así los hombres, aunque contaminen sus cantos, los seguirán cantando hasta ser bacterias de aguas fecales. (p. 130)

Hay un mundo sin hacer que no conocemos y que apenas atisbamos más allá de nuestra atmósfera. Allí la geometría es profunda y barroca, se derrocha con una sencillez y una perfección que nos parece silenciosamente musical.

Luego hay un mundo primariamente hecho, un pasto para nuestro ganado, una vereda del camino, un orden humildemente humano.

Y finalmente está esto que todo lo asfalta, que todo lo aplana, que todo lo destruye. El mundo de lo edificado. (p. 136)

Cierta noche me oculté en una iglesia y en medio del silencio y la oscuridad salí y pegué la oreja a la boca de un crucificado de madera. No sé lo que esperaba, quizás un aliento de Dios, como el que presumen tantos creyentes. O quizás era solo la osadía de un estúpido aburrido. Pero para mi sorpresa, un murmullo se escaba de aquella figura. Al principio eran solo incoherencias de alguien a quien le costaba hablar, hasta que al fin Cristo alcanzó a decir con claridad las siguientes palabras: «El paraíso es el mito más peligroso». (p. 182)

Ahora me da por pensar que la libertad no es nada, ni siquiera un ideal, ni siquiera una idea. Quizás sólo una palabra, una pura forma sensual.

A eso quedan reducidas muchas palabras. Como las patrias reducidas a banderas. La vastedad visceral de una pertenencia. Una violación semántica por quienes necesitan saciarse.

Metafísica, una palabra bastarda y prostituta que desorientada ha vagado por la historia para quien tuviese a bien servirse de ella. Lo mismo se hace hoy con democracia y tantas otras. Palabras sin tierra, sin sentido, sin objeto, sin fin; palabras negociadas como los rehenes de una guerra. Y la palabra más grande de todas ellas es dios. (p. 145)

Tengo la virtud del realismo y también el talento de un idealismo —o fantasía—. Imaginad por tanto el desconsuelo de saber que toda utopía, por mesurada y juiciosa que se pretenda, es irrealizable, cuando no estúpida. No queda un término medio en el que habitar. O te entregas a la zafiedad de un realismo sin esperanza, o a la soledad de la imaginación. 

Envidio la inocencia de tantos hombres antiguos que imaginaron utopías y las creyeron posibles. (p. 182)

El aire está en calma como si no existiese; aún así, sé que me envuelve y me atraviesa. ¿Cómo lo sé? Porque no puede haber pensamiento vacío. Carezco de todo salvo de esta plenitud sin coordenadas que guarda todos los dones. ¿Y si lo agitase? La pregunta es ya el acto. Este movimiento ¿está antes o después de mí? No, sin duda somos a la vez fuera del tiempo. El que observa comienza a ser cuando recuerda.

Ahora este aire se agita y forma remolinos y oleajes, grandes masas inabarcables que arrastran pequeñas virutas de las que nacen las corrientes. Yo lo dirijo y simplemente lo observo. En mi pregunta estaba contenida la respuesta, y sin embargo todo es nuevo e imprevisto. La pregunta trae todas las respuestas y todos los rompimientos. (p. 225)

En el Oráculo de Delfos había una sibila que, embriagada o no, respondía a las preguntas con delirios. Un sacerdote traducía a su gusto las palabras y las daba al mundo.

Eso era la poesía, y eso es en lo esencial desde entonces: inconsciencia, palabras, traducción. Y la razón del poeta es la del sacerdote.

Lo que ha cambiado es el mundo. A las sibilas ya nadie las traduce, ya nadie las toma en serio, y si lo hacen, lo hacen fingiendo. Ya no están en ningún templo sino disueltas en la mollera del proletariado y un poco en la de la burguesía.

Ahora la gente suelta delirios en cualquier parte. Ocurrencias chistosas que predicen el colapso del Imperio de turno o una pronta invasión alienígena.

Si hubiese un sacerdote sabio, no como esos que solo repiten salmos, quizás nos descubriese de verdad el sentido de tanta profecía. (p. 210)

A veces leo a poetas de hace cien años —a muchos de ellos los llamaron vanguardistas— y pienso que ellos eran ya el final de algo —quizás eran retaguardistas—. No creo sin embargo en los estúpidos mesianismos que proclaman finales en todo. Tiene que haber algo después, algo en lo que estamos, pero ¿qué? Aún no somos algo nuevo —y quizás estemos muy lejos de serlo—, pertenecemos a nuestra antigüedad, a una ciclópea inercia histórica que marcha más allá de nuestros afanes.

A veces pienso que aquellos poetas no eran sino los estertores, y por tanto algo nuevo y hermoso, de un inmortal. Y nosotros los estertores repetidos hasta el aburrimiento, hasta haber perdido el horizonte de la vida que ha de renacer.

Quizás la ruptura necesaria esté mucho más allá de nuestro entendimiento. Quizás ni siquiera los que vengan después sean capaces de comprenderlo. Nuestra complacencia va a crear seres tan extraños como los invasores de otro mundo. (pp. 187-188)

Uno no se da cuenta hasta que no lo vive. Pero es cierto.

Lo que importa no es el interior, como se dice vulgarmente. En todo caso, el interior podría tomarse como lo que debiera importar si alguien se tomara semejante cosa en serio. Pero ¿qué es el interior? ¿Las tripas, la bondad, la médula espinal, el inconsciente, el coeficiente intelectual, el alma…? Nada de eso importa, y a veces ni existe.

No. Lo que importa es el exterior, el parecer, el aparecer, la apostura, la postura, la pose, el porte, la estructura, el acento, el tono, el color, el estilo, el olor, la pelambrera, el sudor, la salubridad, los gruñidos, los gestos, el hacer, los modales… El cuerpo vivo.

Y a veces el cuerpo muerto. (pp. 119-120)

Hallamos el placer en aquello que nos hace alejarnos de nosotros mismos, en lo que nos pierde y nos expande como un vaho entre las cosas. Y el dolor en lo que nos asola y nos aísla, en lo que nos confronta a lo que somos. El dolor es la concentración del yo en el espejo. 

En el amor, por ejemplo, nos perdemos en el rostro del otro. En el desamor, lo que nos queda es la eterna y aburrida pregunta de nuestro rostro. (p. 143)

De las muchas cosas que suceden ¿cuánto queda? Toda esta curiosidad que ha llenado mi estancia de papeles y mis manos de piruetas, mi gesto de ideas que han agriado mi sonrisa… Nada es en balde. Para poder mirar las sencillas cosas de la tarde hay que haber recorrido los laberintos del palacio que tapia el horizonte. Algunos andan perdidos, otros tan solo a la entrada, en los pórticos donde se agolpan los mercaderes, o en los claustros herméticos donde un jardín da vueltas sobre sí mismo. Unos pocos hemos ido escaleras abajo, hacia los sótanos oscuros donde nada se distingue y las sombras pueden ser cualquier cosa, y escaleras arriba, hacia los miradores que prometen el mundo y nada pueden dar. Al final hay solamente una pequeña puerta trasera. Se abre como si no se hubiese abierto en milenios, chirría y aparta las zarzas y muestra un camino casi borrado que baja hacia un pequeño riachuelo. Recorres su ribera hasta un alto desde el que, sin perder su frescura, puedes ver un pedazo de cielo entre los álamos. Y no hay nada más al final de todas las músicas, de todos los libros, de todas las historias, los vuelos, las proezas, las ingenierías, las leyes y las ciencias. No hay nada más que este pequeño paseo en el que todo está contenido, que está en todas partes y, sin embargo, es tan esquivo. (p. 230)

Hay algo en la mirada del que mira que se transmite a quien es mirado. Si te mira un amante, algo de su amor te contagia. Si te mira un sabio, una chispa, quizás fugaz, de sabiduría. Imagina que te miran millones de idiotas, eso es la fama. (p. 176)

La nobleza tiene un pasado eterno. Todo lo demás, la ley, es un constante martilleo de inercia bruta. (p. 142)

La persona gramatical no es nadie. Yo puede ser tú o cualquiera. Todo lo que hasta aquí ha sido divagado, lo han dicho muchos, cada cual en su peculiar desnudez. (p. 229)

Me crucé con un caminante y le grité: ¡Vas en dirección contraria! Yo estaba tan alegre. No me respondió, solo me miró con un gesto fantasmal. (p. 53)

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