El extraño caso del doctor Puertas

Con la ayuda de una pequeña fortuna y en el más absoluto secreto, el doctor Julio Puertas construyó una máquina del tiempo que funcionaba con plutonio. Semejante logro era la culminación de un sueño de la infancia que jamás abandonó. Estudió ingeniería, se doctoró en física y consiguió trabajos bien pagados para financiar su proyecto, y a todos renunció para dedicarle más tiempo a una máquina que crecía como un huevo cósmico. Porque esa era su forma, un huevo cortado en uno de sus cuadrantes para albergar una pequeña cabina de pilotaje acristalada. En sus entrañas se enredaban los miles de circuitos de un cerebro capaz de descifrar los arcanos del espacio-tiempo. 

Que aquella enormidad acabara con su carrera no le importaba lo más mínimo. Su máquina lo era todo. Mientras la construía, solo una cosa llegó a perturbarlo: Clara, una muchacha a la que conoció como se conoce a la gente cuando uno no tiene interés en conocer a nadie, por una tozuda casualidad. Se justificaba diciéndose que ambas cosas, el amor y la ciencia, eran compatibles, y que solazarse de vez en cuando en compañía de alguien agradable era bueno para despejar una mente saturada. En los ratos que pasaba con su pretendida, intentaba torpemente cortejarla. A ella le resultaba un tipo interesante, pero nada más, y el doctor, como indocto social, no notaba que ese interés carecía por completo de carga erótica. Aunque, más que Clara, lo que al científico le excitaba era el progreso de su máquina; lo que por la humana sentía era una querencia achatada y sin fuerza para aplacar sus ansias de viajero temporal. A medida que se aproximaba el momento ansiado, sus horas de sueño y sus citas se redujeron hasta casi desaparecer.

Por fin llegó el día en el que la máquina estaba lista para el primer salto temporal. Seguro de su éxito, el doctor Puertas planeó una visita al pasado, pero su ambición no le hizo olvidar la precaución debida. No tenía intención de quedarse a vivir en la antigua Roma o aparecer en un futuro quizás inhóspito, así que su viaje sería de tan solo una hora hacia atrás. Si algo salía mal, al menos tendría su laboratorio intacto y su vida casi en el mismo sitio. Ya habría tiempo para grandes epopeyas, para visitar a Tales de Mileto, a los neandertales o los imperios galácticos del porvenir.

El experimento se programó para un fin de semana lluvioso. Tendría que trabajar durante todo el día y no quería que la empleada de hogar, la vieja Federica, estuviese cerca por si sucedía algo fuera de lo común. Aquella mujer, junto con la casa, era la herencia que el doctor había recibido de su madre. La casa era perfecta, aislada, silenciosa y con un sótano amplio en el que instalar un taller secreto. La mujer era necesaria para quitarle de encima las onerosas tareas domésticas; sin ella, habría tenido que vivir sucio y mal alimentado, algo insoportable para su delicado carácter de hijo único de buena familia. Eso sí, Federica tenía prohibidísimo bajar al sótano, orden que ella cumplía sin requerir explicaciones y porque su curiosidad científica era nula. Por más que hubiese visto, y algo había visto, no era capaz de diferenciar una máquina del tiempo de una tostadora gigante.

La madrugada del sábado al domingo todo estaba listo para el primer viaje en el tiempo de la historia, un hito memorable que todos conocerían en su momento. Con estas ínfulas en la cabeza, y después de varias horas de cálculos y revisiones, Julio Puertas, vestido elegantemente, se dispuso a viajar al pasado. A su alrededor, tres cámaras lo grababan todo y otros instrumentos monitoreaban hasta el más insignificante detalle. El doctor, sentado en el puesto de mando, esperó hasta que los sensores marcaron el valor correcto. Entonces, con la altivez que imaginaba en los grandes héroes de la historia, apretó el botón rojo.

Un ruido de turbinas creció hasta que el silencio lo zanjó en una oscuridad total. Poco a poco, la luz volvió, pero a su alrededor solo había una nube blanca y espesa que se pegaba a la máquina como un vaporoso edredón. El científico inspiró y aguardó acechante a que aclarase, no fuera a ser que, tras el velo, no estuviese su laboratorio, sino un paraje desconocido y pavoroso. Al fin, pequeños jirones se abrieron y vio ante él algo que lo dejó atónito, un rostro con una mueca de asombro idéntica a la suya le observaba. Se contempló durante un rato con la duda de si había caído en un sueño profundo, pero cuando la niebla se disipó, nada perdió su consistencia. A su alrededor estaba el laboratorio tal como lo había dejado y quien le miraba era tan real como cada uno de sus aparatos.

Pensó entonces que quizás estuviese viviendo algún tipo de experiencia extracorpórea. Nunca había creído en tales cosas, pero si era posible viajar en el tiempo, ¿porque no iba a serlo verse desde afuera? Sin embargo, no sentía nada extraño que le confirmase tal hipótesis, su cuerpo seguía pesándole con la misma gravedad de siempre y su reflejó no deshizo el gesto de alucinada sorpresa. Alzó la mano y se la vio, se miró el cuerpo y se lo palpó. No era, desde luego, un espíritu flotante. El otro lo veía también, veía su cuerpo, su persona física y palpitante. Así se lo confirmó cuando preguntó muy lentamente:

—¿Quién es usted?

El doctor Puertas se levantó y vio que tenía ante sí al mismísimo doctor Puertas. Repitió entonces, como si aquella portentosa mímesis contagiara sus palabras:

—¿Quién es usted?

Julio Puertas, repetido y doblemente vestido con el traje para la ocasión, se observaba con asombro. Los pensamientos se agolparon en sus mentes. Lo primero de todo: ¡el descubrimiento era colosal! ¡Había viajado a, o había venido desde, un universo paralelo aparentemente idéntico! Justo después, sin tiempo para la alegría, se dieron cuenta de lo insólito y angustioso de su nueva situación existencial. Aquello representaba un dilema filosófico mareante. ¿Era el mismo dos veces o eran dos una sola vez? ¿Cómo podría vivir consigo mismo? Aquel tipo que le miraba le parecía un completo extraño. Es más, le parecía un advenedizo, un problema. Comenzaron a pasearse uno alrededor del otro. Contemplaron con asombro su cuerpo como una cosa ajena y se sorprendieron al descubrir lo encorvado de su espalda, lo nítido de su incipiente calva, lo hundido de su trasero, lo feo de su perfil aguileño y la escasa elegancia de su porte.

Por otro lado, ¿hasta qué punto eran iguales los universos respectivos? El Puertas llegado comenzó a hacer preguntas que el otro rechazó exclamando que era él quien tenía que preguntar, y así lo hizo en cuanto encontró un resquicio. Estuvieron un rato preguntándose sin responderse hasta que cayeron en la cuenta de que los conocimientos de ambos tenían que ser necesariamente idénticos. Una hora de distancia no daba para mucho. Entonces, uno de ellos se lanzó a inspeccionar la máquina, el otro se interpuso con la excusa de que aquel era su invento. La réplica fue exacta. Con este argumento, querían quitarse de encima el uno al otro. Si él era el doctor Puertas, él había construido esa máquina y aquel era su laboratorio.

Discutieron durante un rato hasta que, de repente, como si estuvieran sincronizados, se quedaron mudos. ¡Acababan de cambiar el curso de la historia de aquel universo! ¡De todos los universos! En el instante en el que un doctor Puertas había abandonado el suyo para caer en aquel, los universos gemelos se habían bifurcado. El recién llegado se puso a cavilar sobre su mundo de origen, ¿qué sucedería allí?, ¿continuaría el tiempo sin él y lo tomarían por desaparecido?, ¿o quizás el tiempo allí estaba preparado para su vuelta un instante después de su marcha? Se abalanzaron sobre la máquina, el llegado tenía que regresar, completar el experimento y deshacer así aquella locura de ser dos veces el mismo. Pero la máquina no respondió, sus circuitos estaban quemados y la reserva de plutonio se había volatilizado. La reparación tardaría semanas o meses, y lo peor era tener que contactar de nuevo con la mafia rusa para conseguir más combustible, solo pensar en ello les heló la sangre. Por suerte, ese trance tendría que esperar, en aquel momento no tenían dinero suficiente ni para una mínima parte de lo necesario. Ambos lo sabían y, como pensaban igual, se les ocurrió la misma idea: uno trabajaría fuera mientras el otro se encargaba de los arreglos. Por supuesto, cada uno quería ocuparse de lo segundo y dejar para el otro las cargas laborales. Se enzarzaron en una nueva trifulca hasta que se rindieron a la imposibilidad de disentir de sí mismos, tendrían que repartirse aquella vida nueva. Decidieron entonces alternarse en ambas tareas, el azar inmisericorde elegiría el orden de los turnos.

Había además otra cuestión que era urgente planificar. Por muy discreto que fuese un doctor Puertas, dos terminarían por llamar la atención, así que pasaron el resto de la noche urdiendo sus rutinas para que nadie llegase a verlos juntos. Especial cuidado había que tener con Federica, cuya nula curiosidad científica era inversamente proporcional a su interés por los cotilleos mundanos.

Una vez atados todos los cabos, se fueron exhaustos a la cama. A la misma cama, descubrieron con espanto. Sin fuerzas para más discusiones, una moneda decidió que uno de ellos dormiría en una habitación para invitados que llevaba años desocupada al otro extremo del pasillo; eso sí, sin dejar de exigir que también en eso rotaran. Para la tarde dejaron la cuestión de la ropa, que habrían de repartirse, y otras menudencias de la higiene.

Cuando Federica llegó el lunes siguiente, no notó nada extraño. Encontró al doctor Puertas como siempre en su laboratorio. Lo que no sabía era que el doctor Puertas también había salido muy temprano para ir a un lugar en donde, no hacía mucho, le habían ofrecido un buen trabajo. Por la tarde, cuando Federica se fue, ambos se reunieron y se explicaron los respectivos avances; los cuales, por supuesto, entendieron y aprobaron enseguida, pues ambos habrían hecho lo mismo en cada caso.

Continuaron de este modo durante algunos días, pero la situación era exasperante para el que le tocaba salir; no solo porque no les gustase aquel trabajo, ni ninguno, sino porque se veía ese día excluido de los avances que justamente había conseguido el día anterior en el laboratorio. Sin embargo, la alternancia generó una competición que hizo avanzar la reparación y mejoró el primer prototipo de una manera que uno solo de ellos no hubiese logrado en tan poco tiempo.

Nuevamente sentían que estaban muy cerca, pero aún quedaban muchos días de trabajo para recaudar el dinero suficiente. Los fines de semana no era necesario andar con ninguna precaución, así que podían trabajar los dos a la vez, pero enseguida se dieron cuenta de que se estorbaban. Lo que uno quería hacer, quería hacerlo también el otro, y ninguno aceptaba ocuparse de tareas secundarias. Aquel hombre, para quien el trabajo en solitario era un imperativo, solo habría tolerado a un criado, alguien sumiso y sin voluntad, pero a sí mismo no podía soportarse. La única solución fue alternar también sábados y domingos. El Puertas ausente, en el otro extremo de la casa, se dedicaba a revisar datos y reprogramar funciones, pero cuando regresaba al laboratorio, descubría indignado que el otro había hecho lo mismo e incorporado ese trabajo al ordenador de la máquina. Ambos vieron, sin decírselo, la necesidad de una salida. ¿Por qué no aprovechar el día libre para descargar la mente de tanta ofuscación? La cosa estaba clara y ambos pensaron en Clara. Como tenía celos de sí mismo, el doctor Puertas mantuvo el plan en secreto y se citó con ella un sábado. Al día siguiente, el otro doctor Puertas, desconocedor de tal encuentro, intentó la misma cita, pero encontró una respuesta que, una vez colgado el teléfono, le encolerizó:

—Tanto tiempo sin vernos y ahora quiere verme usted todos los días.

El doctor estuvo rápido e inventó que había sido un lapsus y que, en realidad, quería invitarla el sábado siguiente. Finalmente, la muchacha aceptó quedar para tomarse un café con aquel señor tan peculiar y tan soso que sin embargo le hacía tanta gracia.

La discusión que siguió entre los Puertas estuvo a punto de acabar en agresión física. Gracias a su gran autocontrol y su falta de coraje, pudieron sosegar su ira para, con orgullo fingido, declararse que no podían permitir que un sentimiento tan mundano como el amor entorpeciese su histórica labor. Por supuesto, ninguno de ellos estaba dispuesto a desistir de sus encuentros con Clara. Y así, cada sábado, pretendían tener una cita con la muchacha aun cuando ella no pudiese ese día y quisiese posponerlo para el domingo.

—Imposible —respondía el doctor Puertas que sabía que el domingo le correspondía a su antisimil, palabra que se inventaron en un momento de inspiración—. Si quiere, lo dejamos para el domingo que viene.

Y si Clara no podía entonces, sino el sábado anterior, el doctor interesado retorcía el calendario para hacerse coincidir con ella. Con tales enredos, la pobre Clara no sabía ya si seguir viendo a aquel sujeto que parecía estar volviéndose loco y no paraba de pedirle citas. 

Por si fuera poco, Federica hacía tiempo que cavilaba sobre las extrañas cosas que sucedían en la casa. Cada vez que se topaba con el doctor, lo encontraba, si cabe, más huraño de lo habitual. Apenas lo veía comer y sin embargo la comida escaseaba como si comiese casi el doble. No sabía que, cuando ella se marchaba, cenaban dos en la casa y dos desayunaban antes de que ella llegara. Así como otros dos, que eran el mismo, terminaban con lo que les dejaba en la despensa para el fin de semana. «Le estará llevando comida a los pobres —pensaba la mujer—, qué raro es este hombre». ¿Y qué sucedía con la ropa, acaso se vestía dos veces al día? ¿Qué nueva manía era aquella? No paraba de lavar camisas y calzoncillos. Se atrevió a preguntarle si es que dormía cada noche en dos camas; el doctor respondió que dormía mal y que, si no podía en una, se iba a la otra.

Como buen hombre metódico, el doctor Puertas fue capaz de llevar esta doble vida sin delatarse. Perfectamente sincronizados, nunca era posible verlos juntos. Cuando uno estaba fuera, el otro permanecía encerrado y feliz en su laboratorio. A pesar de todo, no podían evitar el constante recelo hacia su antisimil y lo imaginaban rondando por los alrededores con aviesas intenciones. Y lo peor es que sabían, con certeza matemática, que el otro pensaba y sentía lo mismo. Su tensa relación acabó ceñida a lo estrictamente necesario para su proyecto, pero con el tiempo, la presencia del otro se les hizo cada vez más insoportable y comenzaron a odiarlo. Eran perfectamente conscientes de este sentimiento y lo reconocían honestamente no sin algo de vergüenza, ¿cómo era posible odiarse a sí mismo? Se excusaban pensando que el otro no era realmente él, sino un personaje entrometido y maniático que se ponía su ropa, dormía en su cama y tocaba los mismos botones que él tocaba. En vez de entregar la vida entera a su gran proyecto, ahora solo podían dedicarle un día de cada dos. Eran dos hombres demediados que se atravesaban, se partían y se anulaban.

La situación era insostenible y solo cabía una solución: el usurpador debía desaparecer. Nadie lo echaría en falta porque el doctor Puertas seguiría allí como siempre. Pero ¿cómo hacerlo? Y luego ¿cómo deshacerse de un cadáver que, además, no era un cadáver cualquiera sino el suyo propio? Aquello les horrorizaba y, aunque en su incipiente locura deseaban sinceramente que el otro muriese, no se veían capaces de hacerlo materialmente. Ante semejante drama, tuvieron ambos la misma idea: utilizar el dinero del plutonio para contratar a un sicario. En cuanto tuviesen la cantidad suficiente, contactarían con la siniestra mafia que ya conocían antes de que lo hiciese su rival. Porque sabían que el otro planeaba exactamente lo mismo, una certeza tan macabra que terminó por desequilibrarlos.

Comenzaron entonces a espiarse. Cuando uno salía, el otro, en un gesto inimaginable para un único doctor Puertas, abandonaba su laboratorio y lo seguía sigilosamente. Quería saber si realmente iba a trabajar o se reunía con alguien sospechoso. Con el mismo temor vigilaban compulsivamente sus cuentas bancarias, no fuera ser que el otro usase algún truco para saltarse la doble contraseña con la que estaban aseguradas. Con tanta persecución, descuidaron sus obligaciones y perdieron su empleo. En la empresa respiraron aliviados por librarse de aquel sujeto que parecía vivir en otra dimensión y al que de repente le daba por ausentarse con explicaciones de lo más peregrinas.

Desquiciados por una angustia profunda, los Puertas comenzaron a solaparse de un modo intolerable para ellos y llamativo para los demás. Cada vez con más frecuencia, Federica veía salir a uno y luego al otro, y se preguntaba extrañada qué tramaba aquel hombre que regresaba justo después de irse, entraba por la puerta trasera sin hacer ruido y se cambiaba de ropa. No llegó a verlos juntos de pura casualidad. Quien sí tuvo esa suerte fue precisamente quien menos credibilidad tenía, un viejo jubilado aficionado al vino que se paseaba por el parque frente a la casa. El hombre juraba haber visto a dos sujetos iguales al hijo de la difunta esposa de Puertas discutiendo en voz baja detrás de un seto. Si le espetaban que el alcohol le hacía ver doble, se revolvía y gritaba que no estaba bebido en ese momento.

—Eran dos personas diferentes pero idénticas, y llevaban ropas distintas. Siempre pensé que era hijo único y resulta que hay mellizos —remataba con absoluta convicción.

Pero nadie le creía. Más bien se reían de él y de los desvaríos vinícolas de su cerebro enmohecido. Y luego aprovechaban para cuchichear sobre el doctor, que pasó de ser un sujeto misterioso que se ocultaban en su castillo a deambular extrañamente por todas partes. Se le veía subir y bajar, primero con una camisa blanca de rayas azules, luego con una azul de rayas blancas. ¿A dónde iba y de dónde venía? Los Puertas urdieron mil y una estrategias para mantener al otro alejado del laboratorio, de la casa y de Clara. En definitiva, de sus vidas. Trampas sutiles que obligaban al enemigo a ausentarse y les dejaba el camino libre para hacer o deshacer en el taller, importunar a la pobre Clara o perfeccionar un plan de asesinato de lo más pintoresco.

Clara se hartó muy pronto de un sujeto que definitivamente había pasado de ser interesante a insoportable. Primero le pidió amablemente que dejaran de verse; después, con sutiles palabras, le instó a que dejara de llamarla. El doctor Puertas, en su obsesión de verse invadido, sentía unos celos singulares que seguramente no hubiera sentido de haber sido su rival cualquier otro. Habría visto de lo más normal que la muchacha se hubiese enamorado de un insípido funcionario, alguien con un sueldo asegurado y unos gustos corrientes. Él se creía inalcanzable, inmiscible con el resto de los humanos. Su único rival era él mismo, y ese era justo el problema, un sí mismo que competía con él y le arrebataba su biografía.

Los nervios y la tensión, unidos al ya de por sí carácter ansioso de los doctores, hicieron mella en sus hábitos y sus figuras. Eran incapaces de concentrarse en nada y a la mínima creían ver al otro espiándo tras las cortinas. No podían dormir y andaban todo el día agarrotados, con el cuello hundido y los hombros apretados. La misma postura que les había moldeado una incipiente joroba, ahora, más exagerada aún, les aguijoneaba las cervicales. El dolor les subía a la cabeza y les impedía pensar con la frialdad debida. Comenzaron a atiborrarse de pastillas, primero analgésicos y luego unas píldoras que tomaba su madre contra los nervios. Con semejante dieta, el inteligentísimo doctor cambió el juicio por el desvarío. Federica no dejaba de sorprenderse de los nuevos hábitos de su empleador. Había pasado de ser un hombre metódico y de rutinas férreas a un vagabundo disperso que andaba dando vueltas a la casa. Desde fuera, parecía que alguna enfermedad lo atormentaba, pero no se atrevía a decirle nada. Solo se le ocurrió llamar al único familiar conocido del doctor, una tía abuela que vivía en Logroño. La mujer tranquilizó a la empleada y le prometió que llamaría a su sobrino nieto.

—Seguro que no es nada, ya sabe, es un chico raro —dijo disimulando sus pocas ganas de aquel contacto.

Como era una mujer cumplidora, llamó al doctor un viernes por la tarde. Y este, como andaba persiguiéndose y escondiéndose, no cogió el teléfono. «Otra vez será», se dijo la tía abuela sin saber que no tendría más oportunidades.

Al día siguiente, nada más emerger de sus sueños opacos, a la misma hora y en el mismo segundo, ambos doctores se lanzaron hacia el laboratorio. Uno de ellos, porque siempre el azar favorece a alguien, tuvo la suerte de no tropezarse en la escalera que bajaba al sótano. Con esta ventaja, se apoderó de la puerta y echó el cerrojo. El otro, dolorido por el golpe, tardó un rato en levantarse y encontrar su llave en el bolsillo. Cuando quiso abrir, se encontró con que la puerta estaba atrancada. Histérico, comenzó a golpearla inútilmente aterrado por la idea de que su máquina fuese destruida. Ambos habían perdido ya la imagen de sí mismos en su idéntico, solo veían en él a un enemigo, un invasor que era necesario exterminar. 

Así, mientras un doctor Puertas se apresuraba en el laboratorio a descargarse en un dispositivo encriptado valiosísimos datos para su uso exclusivo, el otro llegaba con una palanca de hierro dispuesto a desatrancar la entrada, apenas sujeta con un tablón puesto con prisas. Una vez dentro, y sin ser consciente de lo que hacía, amenazó a su antisimil con la barra en alto. Se persiguieron alrededor de la máquina en una escena digna de una película cómica hasta que el Puertas perseguido logró escabullirse y corrió escaleras arriba. El otro, por supuesto, sabía adónde se dirigía porque él había tenido la misma ocurrencia.

Una vez en el salón, se abalanzaron sobre una vitrina. Allí descansaba la vieja escopeta de su abuelo. Jamás la habían tocado. Cuando eran niños y quisieron hacerlo, su madre se lo prohibió, y ya de mayores perdieron interés. Pero ahora, súbitamente, habían recuperado el recuerdo de la única arma que había en toda la casa.

Nuevamente, la carrera tuvo un ganador. El perdedor, cargado con su pesada barra de hierro, llegó cuando la barroca escopeta de caza estaba ya en alto. Se quedaron paralizados. Uno por verse apuntado, el otro por la incomodidad de su pose improvisada y torpe de francotirador. ¿Sería capaz de disparar?

―¡No está cargada, estúpido! ―gritó el apuntado.

Pero no estaban seguros. El abuelo, al que apenas conocieron, fue un hombre imprevisible y malhumorado, muy capaz de haberse muerto con la escopeta cargada. Y su hija, que reverenciaba a su padre, no hubiera ni hurgado ni permitido que hurgasen en aquel objeto. Y si estaba cargada, ¿aún funcionaría? 

No había marcha atrás ni tiempo para pensar. Ninguno estaba dispuesto a rendirse. El doctor apuntado, en un rapto de valentía, se lanzó hacia adelante con su barra en alto al grito de «¡devuélveme mi vida!». Y él otro, en un acto reflejó, apretó el gatillo.

Efectivamente, no estaba cargada. La sorpresa del silencio, allí donde se esperaba un trueno, fulminó al disparado, que no sintió la bala, pero sí un latigazo en el pecho que le paralizó el brazo y le hizo tirar la barra. Ya en el suelo, se retorció del dolor agudo de un ataque al corazón. El otro, con el suyo a mil, había perdido la conciencia de la situación y, viendo al otro caer, pensó que le había disparado de verdad. Esta impresión, sumada a la de verse morir, porque ahora se daba cuenta de que el otro era él, le obligó a imitarlo en su infortunio cardiaco.

Murieron ambos en el mismo instante. Lo que no sabemos es si cruzó cada uno su propia puerta al más allá o cruzaron ambos la misma.

El lunes siguiente, Federica encontró los cuerpos. El susto fue tal que estuvo a punto de seguirlos en su tránsito. No se paró a mirar quién yacía muerto junto al dueño de la casa, uno de los cadáveres estaba boca abajo y el otro boca arriba, y salió gritando que el doctor Puertas estaba muerto y que un asesino también muerto lo había matado.

Cuando por fin llegaron la policía y el juez, se encontraron un panorama de lo más insólito. Dos sujetos idénticos habían perdido la vida sin aparente violencia. A su lado, una barra de hierro y una escopeta inutilizada evidenciaban que se habían amenazado de algún modo, pero no había nada roto.

Al examinar el laboratorio, se quedaron asombrados al ver tanta sofisticación electrónica, en especial aquel vehículo futurista que parecía sacado de una película. En ese momento, nadie era capaz de aventurar ninguna hipótesis. Con el tiempo, la cosa se tornó aún más incomprensible. De los dos muertos, no se sabía cuál era el auténtico Julio Puertas ni de dónde había salido el otro. Ambos eran exactos lunar a lunar, pelo a pelo, célula a célula. Compartían ADN y huellas dactilares. El asombroso parecido era hasta tal punto inexplicable que se convirtió en un caso único que todos los forenses y demás científicos afines estudiaban, así como los «científicos de lo paranormal», que desgranaban sus variopintas teorías en sus programas de madrugada.

―Y esa extraña máquina ―se preguntaba uno de ellos con impostada cara de misterio―, ese aparato cargado de una tecnología tan inconcebible que ningún ingeniero de nuestros días ha sido capaz de descifrar, ¿no podría ser acaso una especie de máquina del tiempo en la que un segundo doctor Puertas llegó, quizás, de un universo idéntico al nuestro?

Nadie en nuestro universo fue capaz de ofrecer ninguna certeza sobre este extraño caso. Tampoco en aquel otro universo del que, con la mayor discreción, el doctor Puertas desapareció un buen día sin dejar rastro. Allí ni siquiera se preguntaron acerca de la naturaleza de una máquina que, sin la propaganda del asesinato, terminó olvidada en un sótano cerrado.

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