Inteligencia artificial y creatividad

El avance de la inteligencia artificial inquieta a algunos como si un invasor desconocido se acercase lentamente por el espacio. Para ellos, la IA está ya casi a punto de despertar para tomar el control de sí misma. Este horizonte aureolar oculta la verdadera realidad de estas tecnologías, que es la de su inserción en nuestras estructuras de producción. De lo que quiero hablar es de su uso en el mercado de objetos artísticos y de ocio (ilustraciones, músicas, relatos, etc.). Me mueve a hacerlo el desasosiego que no comparto por la perspectiva de arrojar el genio creativo —fantasía romántica por antonomasia— al rincón de lo inútil, sustituirlo por una máquina sin alma. Mi tesis es la siguiente: la IA no hace nada que no haya estado haciendo hasta ahora la industria del ocio, o la del diseño gráfico o industrial.

Para aclararlo comenzaré con el ejemplo del ajedrez. Los programas especializados tienen ya un nivel de juego muy superior al de los mejores ajedrecistas humanos. ¿Ha pasado algo?, ¿han dejado los humanos de jugar? No. ¿Qué hacen exactamente los motores de ajedrez como Stockfish, Leela, Komodo, etc.?, ¿en qué consiste jugar al ajedrez? Si reducimos la definición del juego a la aplicación de unas reglas, podríamos decir que esos programas juegan, pero ¿es eso jugar? Hay un primer sentido del juego que no tiene que ver con la competición y con las reglas previas —las reglas se inventan al momento y se cambian si conviene—; es la actividad del niño que inventa o construye a partir de los materiales que tiene a mano, practica, ensaya y comparte, y en todo ello tienen un papel fundamental factores muy humanos como la necesidad, la identidad, el disfrute y todo tipo de pasiones y límites corporales. Si añadimos el contexto de unas reglas preestablecidas y la competencia, tenemos juegos como el ajedrez. Cuando jugamos al ajedrez, hacemos mucho más que mover unas piezas, ejercitamos la memoria, la intuición y las emociones. Jugamos corporalmente con un cuerpo que disfruta, se cansa, se obceca, se enfada, se pone nervioso, comete errores y tiene intuiciones acertadas que no son fruto del mero cálculo. Desde esta perspectiva, cuando jugamos contra una máquina, jugamos solos. Un motor de ajedrez calcula y su capacidad se basa en la potencia de un hardware diseñado por los humanos. Su memoria es una base de datos en continua construcción que, con la aplicación de los algoritmos adecuados, le sirve para obviar cálculos innecesarios y ganar profundidad prospectiva. Al final es una aplicación informática específica como hay tantas. Casi podríamos decir que quienes juegan son los diseñadores —de hecho, hay competiciones entre ellos—. Al final se trata de un equipo humano que ha desarrollado un producto concreto para una actividad concreta: ejecutar partidas de ajedrez en competencia con las ejecuciones que un contrincante le presenta.

¿De dónde sale una serie de televisión? ¿Acaso no hay también un equipo que la desarrolla, un equipo de guionistas, productores, técnicos, actores? Y la desarrollan como producto para competir contra otros en el espacio de la industria del ocio, para competir por las mayores audiencias, y por tanto por un mayor beneficio que lo haga rentable y dé continuidad al trabajo humano. También son necesarias unas reglas para competir en ese campo, porque una serie, una película, un best-seller o un número uno musical, independientemente de su mayor o menor complejidad formal, no se elaboran de cualquier manera.

Si un motor de ajedrez sustituye al jugador humano, ¿a quién sustituye una IA que construye guiones para series?: a un equipo de guionistas. No a un artista ni mucho menos a un creador, sino a un equipo de profesionales que tienen que concordar sus propias ideas y sensibilidades para elaborar un producto según los cánones y necesidades de la industria al uso; un producto que atraiga y enganche a un público acostumbrado a un tipo de narrativa y de estética; un producto que se construye también con unas reglas, menos estrictas que las del ajedrez, pero reglas. Y lo mismo sucede con las músicas, los relatos o las ilustraciones; que en general suelen tener un aire de familia que, para alguien que ha profundizado en sus lenguajes formales, es muy sorprendente. Su originalidad no es más que una apariencia de originalidad, porque aquí las originalidades no lo son desde una supuesta voluntad subversiva o libertaria, sino desde la necesidad de renovar las audiencias y sacudirse las redundancias de productos demasiado iguales y, por tanto, con una corta perspectiva en su rentabilidad.

En definitiva, y como conclusión, se sustituye a la lavandera por la lavadora, al diseñador humano por el diseñador digital, la destreza manual del ilustrador por la combinatoria controlada de un software. Controlada, por supuesto, por programadores humanos y por diseñadores humanos que guiarán el proceso hasta el producto deseado.

Por último, queda por explorar el tópico del conflicto entre las máquinas y los seres humanos. En mi opinión, quienes ven cercano este horizonte tienen la mente anegada por fantasías de ciencia ficción. Bajo estas presunciones están mezcladas confusamente y sin mucho criterio las ideas de conciencia, inteligencia o vida; se trata de un problema filosófico que no vamos a explorar aquí. Tan solo señalar que la confusión oculta el verdadero conflicto, que no es el de las máquinas contra los humanos, sino el de unos humanos contra otros humanos. Es decir, una dialéctica de imperios que tiene en la lucha tecnológica una de sus más potentes expresiones.

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