Los límites del humor y la libertad de expresión

Muchos humoristas profesionales se han creído la fantasía del bufón que le decía al Rey las verdades incómodas. Al menos reconocen su condición de siervos. En lo de decir las verdades incómodas se parecen a los periodistas que, lejos de hacer semejante cosa, son los voceros del pensamiento dominante; en su caso de la estética de moda entre la juventud consumidora de los medios y su sentido del humor callejero, que ellos replican adaptando su acidez incorrecta. Y si se exceden en su réplica, lo hacen con la coletilla moralista, más o menos explícita, de que esos comportamientos de los que se ríen están feos. Para darse importancia, debaten a su modo sobre los límites del humor, como si ese debate tuviera sentido o fuese de interés para el mundo. Al mundo le dan igual los límites de cualquier libertad de expresión, sea humorística o no. Si podemos opinar de lo que nos dé la gana es porque nuestra opinión es insignificante, como nuestros chistes. Solo tienen valor económico, político si la moneda son los votos; mediático si la moneda son las audiencias. Los límites del humor son los límites de tu audiencia. Si no es suficiente, desapareces. Los otros límites, a los que creen referirse, son simple y llanamente los del insulto. Sí, es cierto que quedan residuos de susceptibilidad ideológica representados en legislaciones tan absurdas como los «delitos de odio». Si yo insulto a los católicos y su fe con palabras gruesas, estaré cometiendo uno de estos delitos. Pero si digo: «Odio a los católicos y no me gusta su fe en la que no creo», no. Es una cuestión de modales y de no herir sensibilidades. Si insulto al Rey de España públicamente, estaré cometiendo un delito. Exclamaré entonces que se está coartando mi libertad de expresión, aunque en realidad mi expresión se haya limitado a un exabrupto. En cambio, puedo decir eso mismo, e ir incluso mucho más lejos, sin cometer ningún delito. Puedo decir que no me gusta la monarquía, que soy republicano y que los reyes pertenecen a un linaje de aprovechados cuyos privilegios son inaceptables en una democracia, y por tanto hay que iniciar un proceso para acabar con esta institución. No me hace falta exclamar que los odio, aunque así sea. ¿Cuál es el problema? Que esta opinión así expresada no le interesa a nadie y carece de potencia para cambiar nada, salvo que yo logre hordas de seguidores, cosa imposible, y me juegue mi comodidad para llegar a este destino político. Ante esta indiferencia, muchos se sienten frustrados porque entienden la libertad de expresión como libertad para el desahogo, y su desahogo implica que el mundo te escuche y se convulsione. Sin embargo, cuando las hienas del corazón hablan de «conmoción en las redes», nada se está conmocionando, es puro marketing. Nadie te va a hacer caso, así que tienes que llamar la atención hasta el límite del insulto. Pero el insulto es ya caer en el vacío, tu opinión se borra y quedas reducido a la simiesca expresión de un chimpancé enrabietado. Hace poco muchos se indignaron con el encarcelamiento de un rapero que se dedicaba a odiar en rimas explícitas, su rol bien asimilado era el de artista comprometido, outsider subversivo que no sale en los canales mainstream y pulula por los suburbios. Hasta cierto punto, esos márgenes son reales, pero ya no vive en ellos la bestia capaz de convulsionar el mundo. La bestia pace amaestrada. Para despertarla ya no bastan las rimas poéticas ni los mítines; es necesario cruzar todas las barreras, pero al otro lado, como digo, está el vacío del puro exabrupto, del odio sin contemplaciones y sin esperanza.

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