Zaprezs

Zaprezs situaba la puntera de sus zapatos sin brillo en el límite exacto del escenario. Su atuendo había sido tratado minuciosamente para eliminar toda luz y todo reflejo. El único blanco era el cuello de la camisa que apretaba la carne de la papada contra la mandíbula y empujaba hacia atrás la cabeza. Todo el cuerpo la seguía, recto bajo una levita ceñida cuyos límites no se distinguían contra el fondo negro. Una luz cenital seguía sus manos y todos creían que eran sus ojos alucinados los que la guiaban. El perfil quedaba en penumbra, recortado por una barba de líneas precisas.

Darius Zaprezs, el enigmático mago venido del este, no manipulaba naipes ni sacaba flores de un sombrero, no cortaba cuerdas ni escupía bolas. Todo eso le parecían divertimentos vulgares, impropios de quien se había enfrentado a los abismos de la vida y hollado los límites de la existencia. Cierto era que, en su día, él mismo había jugado con aquellas fruslerías típicas de los prestidigitadores, pero las abandonó como un niño que al madurar deja sus juguetes en un rincón.

De los trucos tradicionales, únicamente le gustaban aquellos que destruían y reconstruían. Solo esos le parecía que respondían a los fines últimos de la creación. En especial le interesaba la guillotina, pero sabía como todos que el cuerpo nunca era cortado, que la cuchilla era falsa. No, aquello no era verdadera magia. La cuchilla debía cortar de verdad. Nada de espejos, de puertas falsas, dobles u otros engaños.

¿Y qué mayor prueba hay de la verdad sino el dolor? El mago avisaba de que ningún efecto era capaz de enmascarar esa verdad y pedía un voluntario. En aquella ocasión, subió un hombre con el paso torcido de los borrachos. Nadie más se atrevió. El voluntario retaba con su mirada desinhibida a aquel pretencioso mago que les hablaba desde las alturas con acento extranjero. «A ver si es cierto que puedes hacer lo que presumes — parecía decir en su silencio—, y si es verdad, os enseñaré cómo soporta el dolor un marinero irlandés».

El hombre metía el brazo en una pequeña guillotina que apuntaba al centro de su muñeca. Muy despacio y a la vista de todos, Zaprezs le ataba bajo la axila un torniquete. Solo entonces se permitía una broma:

—Los encargados no quieren limpiar la sangre.

Nadie reía. Bajo la mano del voluntario, había una cubeta para recoger el líquido. El mago no volvía a hablar y todos sentían su mirada torva clavada en ellos, en cada ojo, convencidos de que sucedería tal y como él había explicado, sin trucos, sin desviaciones.

Zaprezs accionaba la palanca y al instante la mano caía. Del agujero de la guillotina manaba un chorro negruzco. El voluntario, que esperaba el golpe con la cabeza gacha y el otro puño apretado, lanzaba un grito que difería unos segundos de la amputación. Antes trataba de apartar violentamente el brazo, pero este estaba fuertemente sujeto por unas correas. Si el hombre, como en aquella ocasión, estaba borracho, a menudo vomitaba y caía inconsciente, se quedaba entonces colgando con un brazo sin mano en alto y el cuerpo hundido bajo la máquina.

El mago, sin ningún atisbo de nerviosismo, se acercaba lentamente al objeto caído y lo levantaba como un carnicero que ofrece una pieza. Mostraba el corte limpio y lo acercaba al aterrado público que apartaba la mirada. Muchos querían marcharse o gritar, denunciar aquella locura, pero permanecían en su sitio hipnotizados por la extraña figura de Zaprezs. Este dejaba el trofeo sobre una bandeja de plata y se acercaba al hombre caído, lo desataba y lo incorporaba como si estuviese relleno de plumas hasta dejarlo sentado en una silla. Luego tapaba la mano amputada con una tela negra y la llevaba hasta su hogar en el extremo del brazo que sostenía en alto. Juntaba las piezas bajo la máscara y maniobraba como un mecánico.

—Se muere en la luz, se nace en la oscuridad —decía antes de retirar la tela de un tirón. El brazo aparecía intacto. Por último, colocaba bajo la nariz del voluntario unos polvos que lo reanimaban al instante, pero aunque se abriesen sus ojos, no lo hacía su voluntad. Con dificultad, se ponía de pie y abandonaba el escenario como una marioneta que arrastrase unos hilos que nadie manejaba.

El mago no esperaba los aplausos y nunca los tenía.

En las murmuraciones, todos conocen las nuevas que nadie grita. Así era conocida la presencia en la ciudad de un siniestro mago extranjero. Nadie lo anunciaba, pero sus espectáculos estaban cada vez más llenos.

Llegó el momento en el que Zaprezs, satisfecho de su éxito, quiso ir más allá de las simples amputaciones de manos y pies.

—Esta noche, querido público —anunció arrastrando las palabras—, presenciarán ustedes una decapitación real.

Todos lo miraron como si compartiesen una alucinación colectiva.

—Y una resurrección igualmente real.

El mago no esperaba voluntarios. Solo su ayudante se atrevía a ofrecer su cuerpo para aquel sacrificio. Urguz era en sus modales y apariencia lo contrario a su amo. Era un hombre ancho y encorvado, de brazos largos y manos gruesas que colgaban hasta casi tocar el suelo. Su cráneo era un torbellino de cicatrices y su rostro pedregoso estaba perpetuamente ensombrecido por una ira somnolienta. Este ser encajaba su cuello en el cepo como una bestia amaestrada. Su indiferencia hacía sospechar que un burdo truco se ocultaba tras la exhibición, pero el mago evitaba con esmerada pulcritud todo malabarismo. Nada había sobre el escenario salvo la guillotina de madera oscura y el cuerpo atrapado en ella. Un barreño de metal bajo la cabeza completaba el atrezo. Cuando Zaprezs accionaba la palanca, un golpe seco decapitaba a Urguz, cuya cabeza caía regada por un chorro de sangre. La brutalidad del acto, ante el cual pocos lograban no apartar la vista, levantaba un chillido unísono y breve entre el público. Después, contemplaban exhaustos cómo el mago alzaba la cabeza y la exhibía. Luego sentaba trabajosamente el cadáver sobre una silla y sumaba los dos pedazos bajo el ocultamiento de la tela negra. El decapitado aparecía entonces entero y cubierto de sangre. Los polvos bajo su nariz lo revivían.

En mitad de un silencio horrorizado, Zaprezs se inclinaba para recibir su gloria y salía seguido de su siervo.

Solo en una ocasión tuvo un voluntario. Cuando ya sus espectáculos comenzaban a convertirse en clandestinos, bajo la mirada de una docena de sádicos reunidos en los sótanos de una antigua prisión, una joven alto y elegante se levantó con gesto retador. Zaprezs notó enseguida que sus pupilas crepitaban por el efecto de alguna droga y usó aquella hipnosis en su provecho. El joven perdió el sentido un segundo antes que la cabeza. Cuando esta estuvo colgando de la mano del mago, a nadie le cupo duda de su realidad.

Tras la recomposición, y ya en la privacidad de los bastidores, la sangre que manchaba el rostro del voluntario fue limpiada someramente. Al salir, lo vieron deambular por los alrededores como un muerto viviente. Cuando le preguntaron qué había sentido bajo la cuchilla, contó no recordar nada y dio muestras de estar al borde de la enajenación. A los pocos días, su cadáver fue hallado en un callejón oscuro. La autopsia atribuyó el fallecimiento a una sobredosis de heroína y señaló la presencia de una finísima cicatriz en el cuello. La superficialidad de esta señal no pudo evitar que Zaprezs se convirtiese ya definitivamente en un mago prohibido.

Quienes lo visitaban entonces pusieron todo su empeño en ayudar al mago en su ocultación. Nadie hablaba de él, nadie lo conocía, pero tenía una cohorte de admiradores que, reclamados secretamente, acudían a ver su arte en lugares siempre distintos. Consciente del gusto de sus pagadores, ideó ejecuciones variadas. Atravesaba cuerpos con espadas, los partía por la mitad o los descoyuntaba con un garrote vil. Urguz era el catador de estas penas, pero luego había siempre voluntarios que, movidos por la curiosidad y los relatos de algún antecesor, deseaban sentir la conmoción de un ajusticiamiento real. El dolor, si no se olvidaba, quedaba atrás como una pesadilla fugaz que fortalecía para futuros tormentos.

Sin embargo, no todos estaban interesados por el morbo de las matanzas. Algunos las miraban con disgusto, pero persistían atrapados por la personalidad de un nombre cuya magia presentían como real, aun cuando la razón les gritase que aquello no era posible. Para estas delicadas almas, Zaprezs ideó un nuevo efecto. Ahora ya no se trataba de matar para revivir, sino de revivir para matar.

Reunidos en un cementerio apartado, bajo la luz del fuego y una luna velada por la tormenta, un grupo de personas formaban un corro alrededor de una lápida. Ayudado por dos peones bien pagados, Urguz se esforzaba en apartar el pesado mármol y sacar un ataúd de maderas podridas. Frente a ellos, el mago movía las manos lentamente como si dirigiese un adagio. Cuando el ataúd estuvo abierto, lo inclinaron ligeramente hacia el público para que pudiesen contemplar el cuerpo reseco de una anciana envuelta en las galas de la eternidad. Entonces el mago lo tapó con la tela negra y lo recorrió con sus poderosas manos. Un resplandor azulado asomó por los bordes antes de que la tela fuese retirada. El cadáver apareció envuelto por este levísimo halo espectral y comenzó a temblar como si los gusanos que lo habitaban se hubiesen puesto a danzar. Zaprezs metió sus brazos en la espalda de la yacente y la ayudó a levantarse. Sostenida por hilos invisibles, la anciana se tenía en pie ante el asombro de todos. Luego, sin ayuda de nadie, dio algunos pasos y boqueó. Finalmente, abrió los ojos y mostró el negro abismo de sus cuencas vacías. Temerosos de que aquella cosa se arrojase sobre ellos, los asistentes se apartaron dispuestos a correr, pero tras una reverencia torpe, la revivida se paró flotando en el centro con los brazos caídos. El mago, que comprendía sus deseos, la ayudó a regresar a su lecho y ordenó que la devolviesen a las profundidades.

Tras uno de estos espectáculos, cuando todos se hubieron marchado, un hombre solitario esperó para hablar con el mago. Este ocultaba siempre sus rutas y habría podido desaparecer sin ser notado, pero intuía que el ofrecimiento que lo esperaba quizás mereciese su atención.

—Mi hija Clara, una niña de solo trece años, fue inhumada hace dos días —dijo el desconocido sin rodeos—. Quiero que usted la reviva antes de que sus mejillas pierdan su color.

Zaprezs lo miró con estudiada altivez y demoró sus palabras. Pensó en recrearse en el dolor de aquel hombre y responder algo como: «Lo muerto solo conoce el camino del polvo». En su lugar, preguntó secamente cuánto estaba dispuesto a pagar.

—Lo que usted me pida.

—La cifra será inmensa.

—Mi riqueza lo es.

—Está bien —Zaprezs tenía a su presa—, pero es un efecto enormemente complejo. Llevará tiempo, quizás para entonces el color de las mejillas de Clara ya no sea recuperable.

—No importa. Devuélvamela y le daré todo lo que tengo.

Para preparar la resurrección, a Zaprezs le proporcionaron toda la información que pidió sobre la niña. Se rodeó de sus retratos, de sus cartas, de sus poemas infantiles y sus vestidos. Dos semanas después del trato, el padre recibió la ansiada cita junto a la tumba de la muchacha. Nadie los molestaría. Tan solo los padres y los ayudantes del mago estarían allí. No había público al que impresionar, pero Zaprezs no podía prescindir de su escenografía. Su arte estaba por encima de la ciencia y de la mera técnica, exigía la ejecución precisa del ritual, palabras y gestos arcanos cuyo sentido solo él conocía.

Cuando los esbirros tuvieron el ataúd abierto ante los trastornados progenitores, dejó que contemplaran a su hija por unos segundos. La niña estaba hundida en el fondo del cajón, apretada entre los innecesarios acolchados que la guardaban. Su piel gris aún resistía sobre la carne, al menos en la superficie, y lo que hubiese bajo los párpados no parecía preocupar a nadie.

El mago, con su medida elegancia, cubrió a Clara con su tela negra. Esta vez, el resplandor azulado fue más intenso que otras veces, pero se apagó bruscamente en cuanto la tela se retiró. La niña no se movió y los padres temieron que todo acabase en fracaso. Zaprezs, sin embargo, no cedió ni un milímetro de su apostura. Se acercó despacio y puso un pañuelo impregnado de esencia vital sobre el rostro de la durmiente, luego metió los brazos bajo el cuerpo y lo sacó del ataúd. Cuando la soltó, Clara permaneció erguida, sujeta por un viento que hacía flotar las gasas de su vestido y los mechones sueltos del cabello. La madre quiso abalanzarse sobre ella, pero el mago la frenó con un gesto severo y dijo solemnemente:

—El alma aún no ha regresado.

Todos esperaron pacientemente hasta que una convulsión sacudió el pecho de la niña. Una baba salió de su boca y Zaprezs se apresuró a limpiarla, luego levantó cuidadosamente la barbilla y los ojos se abrieron. La mirada ausente no era capaz de expresar el terror del regreso. Nadie podía consolar a aquella aberración obligada a transitar contra natura.

—Ella ha visto lo que nadie ha visto aún. No esperéis que vuelva a ser la misma —declaró el artífice de aquel prodigio. Cogió a la niña de la mano y la llevó hasta sus padres, que la abrazaron entre lágrimas. Nada les importaron las mejillas cetrinas, los ojos gastados, la ausencia de sonrisa y de palabra, el olvido total de su nombre y de su vida pasada. Su hija estaba de vuelta.

Zaprezs se cobró su preció y desapareció. Pero nadie puede mantener el secreto de un acto como aquel y pronto fue reclamado por otros desdichados. Quienes lo buscaban lo hacían esperanzados por la leyenda silenciosa de un hombre capaz del milagro. Lo llamaban hechicero, nigromante y profeta. Solo unos pocos lo encontraron, aquellos cuya fortuna era suficiente para comprar la voluntad de los demonios que, según se decía, trabajaban para él desde las sombras.

Aconsejados por Zaprezs, los padres de Clara evitaron que la viesen los médicos. Muy pocos, de hecho, supieron del regreso de la niña, y los que lo hicieron fueron convencidos con la mentira de que realmente no había muerto, sino que había estado internada en un lejano sanatorio. Algunos, que habían asistido al discreto funeral, se resistieron ante aquella reaparición portentosa, pero pronto se rindieron. Clara esta allí con sus ojos verdes y su nariz respingona, con sus dientes apretados tras la pequeña boca y su pelo negro y liso trenzado sobre los hombros. Estaba allí, sin embargo, como si no estuviera. Sus únicas palabras eran monosílabos pronunciados en un tono inhumano, su mirada se perdía en el fondo del jardín en el que pasaba horas sin hacer nada. Con la excusa de que cualquier compañía la alteraba gravemente, a nadie se le permitía acercarse a ella; por eso nadie pudo comprobar que, en realidad, aquel rostro adolescente era una máscara mortuoria que deformaba los rasgos antes vivos.

No todos los resucitados, sin embargo, se comportaron con igual mansedumbre. Los padres de Lucien desearon a las pocas semanas que su hijo no hubiese regresado. La interrupción de su duelo por aquel ser contrahecho y salvaje abrió sus ojos al sentido divino de la existencia y se arrepintieron de la monstruosidad que habían cometido. Desesperados, buscaron al mago, pero este se negó a mostrarse de nuevo ante ellos.

Otros problemas vinieron a hostigarlo. A sus oídos llegaron los relatos que se contaban en las tabernas del puerto acerca del monstruo sediento que se ocultaba en los callejones de los barrios bajos. Las confusas descripciones no le impidieron reconocer a Urguz, cuya torpeza ponía en peligro la seguridad de ambos. Creía haber sofocado su extrema lascivia, pero supo entonces que su lacayo se había excedido torpemente con alguna muchacha que tuvo la mala suerte de encontrarse con él. Precavido y saciado de dinero, se apresuró entonces a terminar la última resurrección que tenía pactada. Cuando el trato estuvo cerrado, hizo saber a quien pudiera escucharlo que no habría más. Aún tuvo que soportar las súplicas de un último solicitante, ante quien esgrimió una excusa aterradora: la parca lo había visitado para advertirle de que debía abandonar su atrevimiento.

—Quien deshace mi obra da sus días a cambio, me dijo la sombra alada.

El hombre ignoró aquel relato y suplicó hasta que, resignado a su desgracia, trocó el llanto por insultos que crecieron hasta cubrir al mago de las peores maldiciones. Zaprezs había cambiado un enemigo imaginario por uno real. Sabía que este fin era inevitable, y que cosas peores lo esperaban si no actuaba limpia y rápidamente. Regresó a su guarida y le ordenó a Urguz que lo recogiese todo y borrase cualquier rastro.

Pero no era su intención renunciar a su arte ni retomar los viejos trucos. Harto de la carne y de los huesos, aspiraba a la conquista suprema del alma. Pasados varios meses, en otro lugar y ante otros ojos, presentó su nueva creación. Siete hombres y dos mujeres estaban reunidos en una terraza circular cubierta de cristales. Los regueros de la tormenta resbalaban sobre las facetas hasta unirse en las varas de acero que las sostenían. Otro había elegido el sitio y el mago solo lo había conocido un minuto antes de comenzar la actuación. No era posible, por tanto, que nadie pudiese sospechar la presencia de mecanismos ocultos.

—El voluntario no sufrirá dolor —dijo como presentación—. Su muerte será limpia y su alma, domada por mi arte, se mostrará ante nosotros y contemplará su cuerpo. Solo yo podré hacer que regrese.

Un estremecimiento recorrió a los presentes. El voluntario había sido solicitado, pero nadie se movió. Esta vez no estaba Urguz para abrir el apetito, su cuerpo tosco y sucio no albergaba un alma que extraer. Indiferente al silencio, Zaprezs se mantuvo erguido en el centro de la sala. Sus ojos no miraban a nadie en concreto, pero todos los sentían clavados en ellos. Finalmente, desvió el rostro hacia un hombre que había llamado su atención. Era un joven de cabello transparente y rostro pecoso que se movía asustado en el interior de un traje oscuro demasiado grande. En el momento en el que el mago lo señaló con la mirada, se sintió obligado a moverse. Cuando estuvo en pie, a la vista de todos, su miedo se disipó y una calidez confortable lo evadió del entorno. Los demás contemplaron cómo sus párpados se cerraban y caía en un sueño aparente y plácido. Zaprezs lo empujó suavemente y lo ayudó a tumbarse sobre la moqueta. Luego posó los puños sobre su pecho como si agarrase algo y una luz blanca se hizo alrededor de ellos. Tiró con fuerza fingida y la luz formó una silueta que se levantó hasta tomar la postura vertical, pero no era más que una masa irreconocible.

—Ahora está sumido en la inconsciencia —dijo el mago—. Cuando yo se lo ordene, despertará y tomará posesión de sí mismo.

La orden fue dada con una palabra extraña para todos. La imagen del voluntario se dibujó sobre la luz hasta completar un doble exacto. El cuerpo carnal permanecía tumbado en el suelo, su pecho no se movía ni había otras señales de respiración. El espectro miraba alrededor con asombro y temor, se esforzaba tembloroso por mantenerse sobre un suelo cuya gravedad no lo sentía. Zaprezs tiró de una cuerda invisible y el alma dio dos pasos sobre el aire, miró al público y movió la boca en un intento de hablar. Nada rompió el silencio tétrico que paralizaba el ambiente. No hubo más exhibición. Después de ser mostrada, la luz cayó reunida entre los brazos de su invocador, este la amasó hasta convertirla en una bola plateada que introdujo en la frente del joven que yacía boca arriba. Entre espasmos contenidos, el cuerpo retornó a la vida y se levantó trabajosamente. La mirada espectral era la misma. Seguro de éxito, Zaprezs lo acompañó a su lugar entre el público cuando alguien se atrevió a hablar con insolencia:

—¿Esto es todo lo que puedes hacer? —dijo una voz grave. El profanador era un hombre moreno de espaldas anchas, mirada penetrante y gesto confiado.

El mago lo ignoró y terminó su protocolo, se situó en el centro del escenario y esperó a que el otro terminase la descarga que aún guardaba.

—Un simple juego de luces y un poco de droga —continuó el provocador sin poder resistirse.

—¿Le gustaría probar una muerte real?

—¿Muerte real? Tan solo engaños.

Convencido de que nada sacaría de aquella discusión, Zaprezs hizo una reverencia como despedida.

—¿Dónde está tu lacayo? —Aquella pregunta pilló de improviso al mago, que aun así no descompuso la figura y se apresuró a salir—. ¿Lo tienes recorriendo las calles en busca de sustitutos?

Lo siguiente que supo fue que Lucien había huido de su casa. Como un perro salvaje, había mordido a sus cuidadores y saltado por la ventana. Lo buscaron de noche en el bosque, pero solo hallaron los rastros de una marcha incansable que se perdió en un río y llegó hasta la ciudad. Allí atacó a varias personas antes de ser capturado. Su desaparición no había sido denunciada por sus padres, cuyo secreto querían guardar a toda costa, por lo que la policía tuvo que averiguar a ciegas la identidad del muchacho. Supieron entonces que había desaparecido varios meses atrás en un suburbio lejano, ¿cómo había sobrevivido desde entonces en tan espantoso estado? Los cabos sueltos lo relacionaron con un sujeto hosco que había estado deambulando por lugares parecidos.

Ninguna sombra podía ocultar a Urguz. Su descripción somera bastó para que dos guardias lo reconociesen a las puertas de una taberna. Lo siguieron y lo acorralaron en la parte trasera de un burdel, allí lo cazaron con una red como si fuese una fiera escapada de un circo. Cuando lo tuvieron atado en una celda, no lograron sacar de él más que gruñidos y palabras secas. Lo desataron y lo dejaron dormir para tenerlo fresco y sereno. Solo entonces emplearon con él los medios más sofisticados de persuasión que conocían. Querían saber su nombre, su origen y sus motivaciones, pero Urguz se resistió a todas las preguntas y solo ofreció risas y un canturreo áspero. No sabían que para aquel hombre el dolor era un medio de vida, una rutina. Las agujas bajo las uñas eran para él caricias, sus huesos estaban rotos en mil lugares, su piel era la geografía escarpada de una tierra de cicatrices. Lo dejaron por inútil y lo aislaron en una mazmorra. Por otros medios lograron relacionarlo con un misterioso mago venido del este que, en los últimos meses, había estado mostrando sus siniestras habilidades en lugares clandestinos.

Contra Zaprezs se organizó una cacería que le obligó a abandonar por completo su oficio. Aquella pérdida de sí mismo amenazó con sumirlo en la desesperación, pero era un hombre fuerte y espantó de un manotazo los sentimientos pusilánimes. Desde siempre había aceptado los acontecimientos inesperados como oportunidades para descubrir nuevos horizontes. En aquella ocasión, tenía curiosidad por conocer lo que la policía sabía de él y permitió que un inspector lo encontrase. Con un reguero de pistas falsas, lo llevó hasta su última guarida, el ático de un almacén en desuso apenas alumbrado por la luz que se filtraba entre los tablones que sellaban las ventanas. Creyendo que un confidente lo esperaba allí, el inspector entró cautelosamente y subió las escaleras con una mano sobre el pomo de su pistola. Era un hombre de rostro alargado y huesudo que lo escrutaba todo desde unos pequeños ojos hundidos bajo una frente prominente y amplia. El visitante se encontró con un espacio limpio y diáfano en cuyo centro había una camilla cubierta con una sábana blanca. La forma le hizo creer inmediatamente que un cuerpo se ocultaba debajo. Tuvo la intención de acercarse, pero una voz lo paralizó. Supo, sin haberla escuchado antes, que era la voz del mago.

—Al igual que un cirujano, yo también necesito realizar mis estudios —dijo Zaprezs con un tono lánguido. El inspector miró a su alrededor y no vio a nadie—. ¿Qué tal está mi criado?

—Muéstrate. —El hombre alzó su pistola.

—¿Vas a dispararme? Estoy indefenso.

La figura del mago se dibujó al fondo como si una luz la crease desde el interior de la propia sombra. Tras él, los brillos sutiles de varios tarros de cristal señalaron la existencia de una larga estantería.

—Tu esclavo lo ha confesado todo, será mejor que te entregues.

Zaprezs, que sabía muy bien que aquello no era cierto, lanzó una carcajada contenida y siniestra.

—¿De qué delito se me acusa? No he matado a nadie, más bien al contrario.

—Has profanado tumbas y secuestrado a varios menores, ¿quieres que siga?

—Las tumbas fueron abiertas con permiso de los familiares y yo no he secuestrado a nadie.

—Mandaste a tu esbirro para que lo hiciera.

—Urguz era un salvaje cuando lo encontré. No haber podido extirpar del todo sus impulsos es un pequeño fracaso para mí. En todo caso, yo no soy responsable de sus excesos.

—¿Y ese cuerpo?

—Acércate y compruébalo.

El inspector tuvo entonces la impresión de que el mago jugaba con él. Le había puesto un cebo y lo había mordido como un ingenuo. Comprendió que estaba atrapado en una jaula invisible y que los ojos que lo observaban diseccionaban morbosamente cada uno de sus gestos. Zaprezs tenía ya la información que quería. Observó a su presa y sopló de su mano un viento que la envolvió. El hombre comenzó a sentirse asfixiado y se arrastró angustiado en busca de un espacio libre. Lo encontró en un rellano de la escalera, donde una ventana de cristales rotos dejaba entrar su medicina. Allí se paró hasta perder el conocimiento y cayó rodando escaleras abajo.

El destino que se cernía sobre Zaprezs era la oportunidad de mostrarle al mundo la inmensidad de su poder. De su puño y letra escribió una elegante carta a la policía en la que anunciaba su próxima actuación. La pretenciosa cita no fue tomada en serio; aun así, no podían evitar acudir al lugar señalado.

A medianoche, el templo fue desalojado y cercado por dos brigadas. Todas las luces se apagaron y las siluetas retorcidas y alargadas de los pináculos se perdieron contra la negrura de una noche sin luna. En aquella oscuridad, siete hombres avanzaron por la nave central guiados por el círculo de una linterna. Cuando estuvieron en el centro, apuntaron sus luces en todas direcciones y esperaron en silencio con una mano en el arma atentos a cualquier ruido sospechoso. A su alrededor, una galería de ecos distantes delataba el lento movimiento de las piedras en su avance hacia el derrumbe. El inspector a la cabeza, el mismo hombre al que el mago había atraído y después expulsado de su laboratorio, miró su reloj, quedaban varios segundos para la una. Justo entonces, un desfile de campanadas secas afirmó la puntualidad del anfitrión. Después de la música, tronó una voz desde las alturas en un idioma extranjero.

—¡¿Qué broma es esta, Zaprezs?! —gritó el inspector.

El interpelado no interrumpió su recitación. Un halo blanquecino apareció colgado del retablo, cuyos ornamentos dorados brillaron para ensalzar aún más la figura de un hombre vestido de negro.

—¡El edificio está rodeado, no tienes escapatoria, déjate de juegos!

—¡Está noche me ofreceré en sacrificio! —respondió por fin el mago con tono apocalíptico—. Mi altar de fuego será adornado con vuestras almas.

Zaprezs descendió lentamente hasta posarse en el suelo envuelto por una esfera que bastaba para alumbrar todo el espacio. En su interior crepitaban las arterias eléctricas que manaban de su cuerpo. Los policías comenzaron a sentir un peso en el pecho y su boca se secó por los aromas ácidos que lanzaba el engendro que se acercaba. El mago levantó una mano desnuda y simuló una amenaza que los otros tomaron como auténtica. Una ráfaga de disparos atravesó la esfera y los hombres cayeron exhaustos. Zaprezs no descompuso su gesto y se aprestó a demostrarles que lo que se cernía sobre ellos era real y no una simple proyección. Extendió su burbuja hasta envolver al hombre más cercano y lo agarró de los hombros. Lo sostuvo en pie y lo dejó en mitad del pasillo. De repente, todo se apagó. Un chispazo prendió el cuerpo del policía, que tardó unos pocos segundos en convertirse en una pira que extendió sus brazos ígneos hasta infectar las vigas más bajas. Sus compañeros vieron horrorizados cómo su cuerpo se convertía en una masa negra que poco a poco se arrugaba sobre sí misma. Inmediatamente comenzó a caer sobre ellos una lluvia de brasas que pronto los dejaría sin escapatoria. Se arrastraron afuera y contemplaron cómo las llamas devoraban el templo y a los dos hombres que se habían quedado en su interior.

Al amanecer, cuando el incendio pereció sepultado bajo los restos calcinados del edificio, un equipo de bomberos entró en las ruinas escoltando al inspector y otras autoridades que habían acudido al lugar. En el centro encontraron una pequeña caverna que se había formado milagrosamente por los restos del derrumbe. En su entrada había un hombre encorvado que tosía. Levantaron su cabeza y vieron el rostro ennegrecido del policía al que sus compañeros habían visto consumirse. Tenía restos de un reguero de sangre que había manado de sus fosas nasales y su mirada vacía no reconoció a sus rescatadores. Al fondo había un crucificado de algo más de tres metros cuya cúspide parecía sostener la irregular bóveda que había formado aquel nicho. A sus pies, una tela negra sobresalía sobre el suelo de ceniza. Bajo ella descubrieron un cuerpo decapitado. Unas gotas rojas manchaban el único blanco de sus ropas. La precisa cicatriz había sido cauterizada por el mismo fuego que lo había devorado todo.

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