La fotografía que ilustra este texto es la única conocida de Isidoro Magaux. Su leyenda dice que perdió a su familia muy joven en una ventisca. Este es el único dato incierto de su biografía. Todo lo demás lleva la marca férrea de la invención. La primera es su nombre, que él trazó sobre los restos de su naufragio. La segunda es su origen, que oculta bajo una portentosa poliglosia. La tercera que, después de su tragedia, pasó muchos años mirando la vida pasar. Se sentaba en un parque, en una ciudad cualquiera, y miraba. Nadie reparaba en él porque era insignificante, aún no tenía rostro. De forma natural, la mirada se hizo libro y pasó a buscarlos en una biblioteca. Anduvo por todas partes en busca de una que fuera de su gusto y no la encontró. Leyó miles de libros sin distinguir unos de otros, filosofía como si fuese novela y novela como si fuese ciencia. En realidad, lo leyó todo como poesía. A medida que leía, crecía su curiosidad por saber de dónde había surgido todo aquello, y le pareció obvio que la respuesta no podía estar en el mismo objeto de su curiosidad. Se convirtió entonces en un portentoso conversador. Iba a todos los lugares en los que se acumulaba la gente y con todos hablaba. Y como todo lo sabía, sin saber nada, su fama creció hasta desbordarse en el vacío. Nadie sabía quién era, nadie lo supo jamás. No pretendió el anonimato, pero fue sin duda conveniente para lo que descubrió en sus investigaciones: que lo escrito y lo escribiente están separados por un abismo. Nada se puede hacer. O revolcarse en el barro o desaparecer como una sombra sin refugio bajo el sol.
Cuando yo lo conocí, tenía ya deformado el gesto. Forzaba la vista como si todo le cegara y hablaba con un susurro capaz de hacerse oír en el mayor tumulto. Me contó que vivía con un perro grande y peligroso que ponía en riesgo su vida, pero que con los extraños era dócil. Me pareció uno de esos sujetos inquietantes que están más allá de la locura. Luego, con el tiempo, supe que sencillamente era un hombre de experiencias demasiado lejanas para ser contadas. Esa era su extrañeza. Pasaron unos meses hasta que, en un nuevo encuentro, me confesó que quería editar poesía, pero no sabía lo que era una editorial ni qué otras cosas hacían falta, tan solo tenía la voluntad, ni siquiera una obra. Me pidió ayuda y yo se la presté. Diseñé su voluntad y maqueté, como sigo haciendo hasta ahora, sus libros. Ante su ausencia de textos, ofrecí los míos, y él se conformó con las pocas pinceladas que da en la presentación de su web —https://magaux.es—. Esta es su única filosofía, hay poco más que añadir. El otro resto suyo está en la introducción de la Antología del desperdicio. No puedo decir de dónde ha sacado a los poetas y los poemas que la componen —tan solo puedo hablar de mi aportación—. A quién desee conocer su origen, que lea su introducción, lo que allí se cuenta no se puede poner en duda, como no se puede poner en duda nada de la vida de Isidoro Magaux, salvo que perdió a su familia muy joven en una ventisca.