Reconozco que he sido consumidor de los productos del misterio, especialmente en su formato radiofónico. La amenidad con que eran presentados en La Rosa de los Vientos, y la distancia que su presentador era capaz de tomar respecto a lo que allí se contaba, hacía de este programa un lugar de tránsito sugestivo para la curiosidad. Nada que ver con el desasosiego sensacionalista que irradian productos como los milenios de Iker Jiménez —jamás fui capaz de escuchar ninguno entero—. Desde aquellas épocas, y gracias a la facilidad del podcast, por todas partes han crecido los periodistas del misterio, investigadores sagaces que te cuentan lo que los conciliábulos que dominan el mundo no quieren que sepas. Independiente de estas ínfulas inquisidoras, los temas del misterio no dejan de ser un constructo mediático que actualiza los viejos materiales del folclore, historias de miedo y de fantasmas, de demonios, chismes, leyendas, etc. Estas cosas siempre se han contado y han sido aprovechadas por muchos para su negocio —los especialistas en el futuro y en lo oculto, los curanderos, echadores de cartas, espiritistas, astrólogos y magos de todo tipo y condición—. La inmensidad de lo desconocido nos conmueve, todos quieren saber y es fácil aprovecharlo. Pero la credulidad tiene un amplio rango y, afortunadamente, la sospecha y la sensatez se han abierto camino, al menos en parte, hasta formas de investigación más precisas y menos propensas a la fantasía.
Más allá de la discusión crítica de los temas que tratan los misteriólogos, hay una dinámica central en su producto: los misterios nunca se resuelven. Dan igual las explicaciones que se den, los enigmas siempre quedan abiertos a un «a lo mejor». Nadie cierra sus minas mientras son productivas. Por eso, con sus caras de impostada perplejidad, los periodistas del ramo encuentran un resquicio en cada ocasión para escabullirse de las respuestas claras; ellos prefieren la confusión del espíritu que nunca se cierra puertas, que bajo una curiosidad supuestamente racional acaba creyéndoselo todo. Mientras no sepamos a ciencia cierta cómo se construyeron las pirámides, ¿por qué no pudieron haber intervenido «entidades no humanas»? Mientras no descubramos qué son de verdad todas esas cosas que algunos ven en los cielos, ¿por qué no van a ser los extraterrestres? Mientras no tengamos la prueba irrefutable de qué hay en el más allá, ¿por qué no van a existir los fantasmas y otras entelequias energéticas que deambulan por las casas encantadas? El problema es que casi todos estos temas son irresolubles porque se refieren a realidades que, o bien no están al alcance de la investigación científica —por ser puros inventos o fenómenos dispersos que se vinculan caprichosamente— , o, si lo están, no hay suficiente material como para dar una respuesta definitiva. Además es fácil incorporar a su repertorio nuevas causas. Los fantasmas y los ovnis son interminables, en cualquier parte pueden aparecer caras en las paredes, las conspiraciones que nadie puede comprobar se le ocurren a cualquiera, los libros revelados los escribe cualquiera, la opacidad de los videntes es un escudo contra la absurdez de su arte, etc.
Los misteriólogos son además invulnerables a toda crítica. Ilusos son esos llamados escépticos que han tratado de arrojarles a la cara las evidencias que desenmascaran tantas imposturas. Da igual. La cuestión no es si hay o no extraterrestres, fantasmas, milagros o fuerzas sobrenaturales. De lo que se trata es de ganar audiencia, vender libros, dar conferencias y forrarse con lo que sea. Lo que hay que explicar es por qué hay tanta gente que se cree estas cosas y consume sus productos para lucro de los Iker Jiménez, J.J. Benítez, Javier Sierra y tantos otros. Otra cosa singular es su facilidad para presentarse como habitantes de un mundo marginal y subversivo que mete las narices en rincones que otros quieren ocultar. Da igual que aparezcan constantemente en programas pertenecientes a los grandes grupos mediáticos, o que publiquen en las editoriales más monopolísticas. Ellos te cuentan lo que nadie más te cuenta, lo que solo ellos saben porque tienen fuentes súper-secretas. Caen constantemente en la falacia periodística, tan usada por los de deportes y el corazón, del «fuentes muy cercanas me han dicho qué», lo cual los autoriza a inventarse lo que les convenga. Otro de sus parapetos es el ataque a los académicos, esos insidiosos personajes que no aceptan sus disparates. Para esquivar su no aceptación, presentan una caricatura del trabajo científico y obvian la inmensa red de información académica que obliga a los investigadores a exponerse a la crítica de todos sus competidores y a no dar pábulo a lo que esté fuera de cualquier reconstrucción metódica y racional.
Para finalizar, y como recurso personalista, estos sujetos cultivan una presencia magnética, a la vez cercana y a la vez distante. Maestro de todos es J. J. Benítez, que habla con el sosiego y la sapiencia de quien ha merendado con Jesucristo, que le da crédito a los más disparatados libros revelados y te lo cuenta sin despeinarse; eso sí, sin jamás enfrentarse a un crítico. Otros, en cambio, no consiguen del todo este magnetismo. Iker Jiménez, por mucho que se empeñe con sus gestos de escuchar con profunda atención, está poseído por un aura de vendedor de crecepelo que, lejos de disiparse, aumenta cada vez que frunce el ceño y hace sus dramáticas pausas para contarte que por los cementerios se pasean los espectros.