¡Os veo!
Rosadas puertas,
blasones rotundos ondeando cual ciclones,
vapores mundanos que penetran masivos en la tierra.
Llego sobre el asno infinito que desciende acantilados.
Anotada en el horizonte, traigo la dirección de tus párpados,
el hospedaje lúcido de los óleos de tu sonrisa.
Aquí te buscaré.
Descanso bajo el sol
y mientras miro al astro con la boca abierta,
siento en el filo de mis costados rozaduras de ceniza,
arpegios mal construidos de canículas subterráneas.
¿Qué son estos gestos?
Abro los ojos y estoy en medio del puente;
abajo, corriendo apresurada y desposeída,
un agua extraña se apelotona en los bordes de la bahía.
¿Qué sucede aquí?
¿Por qué el arroyo de montaña se enturbia en estos valles?
¿Será que el baño de muchos suma suciedades?
Será entonces que hay más gentes que aguas,
pero ¿acaso no es el océano circunvalable sin fin?,
eso cuentan al menos los cartógrafos del mercado.
La ciudad está en medio de la gente.
Allá, ni el grito ni el aliento me hacen
como el vaho hace al fantasma.
¿Qué será pues sino concepto
la niebla de mi palabra?
He de alzarme para ver qué estoy aquí sintiendo.
Portentosa desnudez transida de cimientos
y embadurnada de hileras de frutos eléctricos.
Con esta luz, se agostan las uvas y los cierzos.
Todo huye bajo montañas de mantos.
Desnudez quimérica, sudores a la espera de lluvia,
anhelo eterno de mártires sin causa.
Todo es callado entre el estruendo.
Canto del ausente, pp. 19-20