Las culturas tradicionales no son tradicionalistas

El tradicionalismo es una ideología que considera ciertas instituciones del pasado como las más perfectas y eficaces, y las vincula con la verdad. Es una ideología moderna que se explicitó por primera vez en los ambientes políticos que, en la Francia del XIX, reaccionaron a los estragos de la revolución. Las formas concretas a las que se remitían eran las del antiguo régimen, el trono y el altar. Desde entonces, el tradicionalismo y el catolicismo han estado estrechamente vinculados, aunque la tradición ha sido central para cualquier conservadurismo antirrevolucionario. Esta ideología se opone, por tanto, a todas aquellas que se afirman en la ruptura, el progreso, sea esto lo que sea, y demás ideales libertarios. No es la cosmovisión de una sociedad tradicional, sino una de las ideologías que forman los contrapesos de la modernidad. Las sociedades llamadas tradicionales —rurales, tribales, etc.— no son tradicionalistas porque no tienen nada que contrapesar ni tienen una idea de tradición, son sociedades prácticas para las que la conservación es un imperativo de supervivencia, pero que no dudan en asimilar cualquier novedad que traiga mejoras a sus vidas. Su aparente tradicionalismo es la falsa impresión que produce su menor complejidad y la lentitud de sus transformaciones en comparación con las sociedades urbanas. Esos nichos sociales ya no existen en el seno de nuestras democracias capitalistas. Sus restos han servido para configurar otro nicho, esta vez arrinconado en eso que llamamos cultura; en realidad, industria productora de mercancías para el ocio y el turismo. Nuestra tradición es un tradicionalismo del folklore convertido en folklorismo, una etiqueta comercial que pretende remitirse a un arraigo, cuando a lo que realmente se remite es a un constructo anacrónico elaborado a partir del aplanamiento de las diversidades etnográficas premodernas. Si ciertos usos han sobrevivido con relativa dignidad, no mangoneados por los políticos ni los entrepreneur, es gracias a su capacidad para adaptarse a las realidades tecnológicas y comunicativas modernas, y por tanto para modificarse. En el caso de los oficios, cuando ya no son funcionales, se adaptan con la etiqueta de «hecho a mano» al mercado de la artesanía, muchas veces de lujo, o sobreviven exhibiéndose como performances museísticas. Las músicas se reparten entre las que aparecen atrapadas en lo típico y regional, sujetas a un disfraz impuesto por los «guardianes de la tradición» —que las inventan casi tanto como las guardan—, y las que tienen cierto escape a través de una práctica aún viva y transformadora tanto de profesionales como de aficionados.

Para una ampliación de estas ideas, véase mi tesis doctoral (https://raulsanz.es/archivos/raul_sanz_tesis_tradicion.pdf), en especial los puntos 4.2.3. Más allá del tradicionalismo y el folklorismo (p. 329) y 4.2.5. De la oralidad a los senderos de la práctica artística (p. 347), y en menor medida los epígrafes dedicados al romanticismo (2.1. p. 103) y a la reacción tradicionalista (3.1.1. p. 201).

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