La señora Enríquez nació en una de tantas posguerras. Entre las zarzas y el barro, aprendió el hambre y la fortaleza antes que el habla. Sus genes, programados para formar una atleta, formaron sin embargo una mujercita menuda y flaca de miembros fibrosos, pómulos desafiantes y pies ligeros. Se movía con el nervio y la constancia de quien no ha crecido con el lastre de una barriga llena, y como conoció todas las limitaciones, jamás fue capaz del mínimo exceso.
Su madre fue una mujer sin nombre de manos jabonosas que vistió de negro la mitad de su vida. Su padre, un agricultor que no volvió de la guerra. Años después le contaron, con la macabra sorna de la distancia, que lo habían matado con los pantalones bajados tras un árbol mal elegido. El muerto dejó dos mellizos y dos niñas, la menor de las cuales era la señora Enríquez, que con el tiempo los vio morir a todos. Cuando cada uno de sus hermanos se iba, ella siempre murmuraba: «La próxima soy yo». Pero cuando se quedó sola, y esa predicción ya no podía fallar, no dejó de ver morir a muchos otros nacidos después de ella.
La señora Enríquez parió seis hijos sanos, que le dieron quince nietos, unos cuantos bisnietos y muchos tataranietos. A los ochenta se quedó viuda. Su marido había sido conserje de un ministerio del que entraban y salían con aire resuelto sujetos poderosos que le guiñaban el ojo. Cuando se jubiló, el hombre no dejó el vino por más que se lo prescribieron, demasiado ocio para tan pocas inquietudes y una incesante lluvia de alcohol que le regó un tumor infalible.
Con semejante compañía, la señora Enríquez tuvo poca ayuda para la crianza de sus hijos. A todos les dio lo mismo: buenos modales que les desbarataron en la calle y la instrucción de un colegio público. Y al final todos hicieron una vida obrera, con sus típicos problemas y sus minucias.
Pasados los noventa, perdió a su hijo Alfonso. Lo mató el humo del tabaco, como ella había predicho que sucedería tras el primer cigarro. A pesar de sus edades, esa muerte le dolió como si perdiera a un niño, pero ya su cerebro fantaseaba sin su permiso y al poco tiempo dejó de recordarlo como cadáver y comenzó a verlo rondar por la cocina en busca de queso, o sentado en el salón viendo un partido de fútbol.
Ya cerca de los cien, a la señora Enríquez la cuidaban por turno los vivos. Hasta hicieron un cuadrante para organizar el tiempo entre la madre, los nietos, el trabajo de los aún no jubilados y otros quehaceres. La anciana todavía se tenía en pie, daba paseos con un bastón de haya y se preparaba infusiones de manzanilla. Toda su vida tuvo fama de mujer resistente y, tras su centésimo cumpleaños, esa cualidad se convirtió en mítica. Sus hijos lo pregonaban y todos en el barrio lo reconocían. Se decía que la señora Enríquez nunca enfermaba. Lo cierto es que sí lo hacía, pero su umbral del dolor era tan alto que un cólico no le parecía cosa para quejarse.
Sin embargo sus descendientes, criados sin tanta penuria, no eran tan duros y a la mínima requerían del médico. Siempre había alguno que andaba haciéndose pruebas de esto o de aquello. La señora Enríquez lo sufría todo entre preocupada y perpleja, perdida en el laberinto de los malestares y los síntomas hasta que, en esa jungla hipocondríaca, se colaban algunas realidades. Así fue como, pasados los cien, se le murió su hija Teresa. El duelo fue parecido al de Alfonso, pero con mayor celeridad Teresa, o más bien su fantasma, comenzó a pasearse por la casa y a la anciana se le olvidó que estaba muerta. De los cuatro hijos vivos, el menor, Ricardo, tenía ya setenta años, y más de uno tenía sus propios nietos, pero como la Señora Enríquez se perdía en las lejanías genealógicas, para ella todos eran también sus nietos.
Pronto se quedó sin hijos, y aun antes había perdido a alguno de esos nietos. El primero, Ángel, que a los cincuenta justos se fue a hacer honor a su nombre. De sus hijos, después de Alfonso y Teresa, se murieron Fernando, Margarita, Ricardo y Natalia. A los pocos días, todos tenían su correspondiente fantasma.
A los ciento quince, la señora Enríquez veía más gente en su casa que cuando todos vivían; porque todos, incluso los que menos la frecuentaban en vida, se quedaban de visita fantasmal permanente. El primer bisnieto que pasó a formar parte de la familia espectral fue Domingo, que murió un lunes, hasta en eso se excedió. Aventurero y temerario, Domingo era uno de esos personajes que manifiestan estar siempre insatisfechos, quería escalar las montañas más altas y tirarse desde arriba de los barrancos más hondos. Al final, le movían más los números que a un contable. No le valía cualquier montaña y su cuerpo quedó tirado entre dos rocas del Everest, a ocho mil y pico metros de altura. Su espíritu se paseaba por el salón de la señora Enríquez calzando con raquetas de nieve, como ella se lo había imaginado, sin que pareciera extrañarle a nadie.
A la anciana no se le olvidó aquello de «la próxima soy yo». Siempre que se moría alguien, sanguíneo o político, incluso vecino o conocido, dictaba la sentencia. Cada vez más se la decía a los muertos que a los vivos, aunque para ella eran todos lo mismo, y siempre fallaba, hasta el punto de que se le empezaron a morir los tataranietos. Cuando le daban la noticia de algún fallecimiento, no sabía quién se la daba ni quién se había muerto. Muchas veces veía al fantasma antes de su descarnamiento, con lo que ella, que no distinguía entre cuerpos y espíritus, negaba las evidencias. Los no muertos la dejaban con sus fantasías; al fin y al cabo, ya era la mujer más vieja del mundo y llegó a salir en los telediarios.
Todo ese extraño mundo pasaba sobre el cuerpecillo arrugado de la Señora Enríquez sin que apenas se percatase. Su entorno inmediato era tan ajetreado que no necesitaba de otras distracciones. Lo miraba alucinada como si fuese una película. Si intentaba parlamentar con sus fantasmas, o no le respondían o lo hacían con enigmáticas palabras que a ella no le extrañaban porque salían de su propia mente.
No recordaba si allende su vivienda vivían descendientes suyos. De hecho, aún le quedaban un puñado de tataranietos que habían engendrado otro puñado de lo que viene después, pero el parentesco era tan lejano que el amor fraternal se diluía homeopáticamente. De la señora Enríquez se encargaba una cuidadora que para ella se confundía alegremente con los espectros. Como las cuidadoras también se morían, sus fantasmas se sumaban a la muchedumbre y venían otras con parecida figura y parecido nombre.
Así pasó un tiempo incontable, no por largo, sino porque la señora Enríquez vivía fuera del discurrir de las edades. Era como si ese tiempo se hubiese parado y desconectado de un mundo que se precipitaba incesantemente hacia las sombras. Ella, sin embargo, seguía allí en su saloncito, en un apartamento del que ya no salía, rodeada de imágenes, unas flotantes y otras rígidas y pegadas a las paredes. Casi no se movía y apenas era capaz de llegar andando hasta el cuarto de baño por el kilométrico pasillo de paredes desnudas.
¿Cuántos años tenía? No quedaba nadie que los contase. Desde luego, más de ciento treinta. Quizás ciento cuarenta o cincuenta, o quizás doscientos, miles o millones. Tantos que ya no había nadie afuera, todos habían muerto. Incluso el sol la esperaba para marcharse. Sus únicas novedades eran los fantasmas que periódicamente venían a sumarse a la muchedumbre. A los últimos ya no los conocía, pero tampoco le extrañaban, a todos los aceptaba rutinariamente.
Un buen día, comenzaron a morirse hasta los muertos, y lo hicieron en orden inverso al de llegada. Primero un niño cuyo nombre desconocía, y que se fue al día siguiente de su aparición por una puerta luminosa que había al final del pasillo. A la señora Enríquez le produjo una extraña pena, una pena inédita sazonada de incontable senectud. Luego, silenciosamente, se fueron yendo otros. Se iban sin despedirse, como quien sale de una fiesta muy animada porque ya no tiene ánimos y no quiere molestar. Lo único que la anciana notaba era que cada vez había menos gente, pero no sabía quiénes faltaban; aunque algo intuía, especialmente cuando buscaba a alguno de los que tenía recuerdos y no lo encontraba, entonces murmuraba aquella vieja sentencia: «La próxima soy yo».
Pero no, la Señora Enríquez continuaba allí mientras se le remorían nietos, hijos y marido, y luego hermanos, que también estaban con ella desde su fallecimiento, aunque ella no los hubiese visto hasta muy tarde, cuando ya la casa estaba llena de espectros. Luego se fue su madre, vestida con un traje negro de domingo, y por fin su padre, cuyo rostro apenas había visto en vida y a quien justo al marcharse reconoció. Al final, solo quedaba una mujercilla achaparrada muy parecida a la señora Enríquez, pero más pequeña y flaca si cabe. Era su abuela, que se fue dando saltitos ―había muerto joven― y saludando con la mano como una reina.
Ahora estaba sola. Sola de verdad. No había muertos ni vivos que la acompañasen. Incluso la casa se le estaba muriendo. Notó que le faltaban muebles, luego muros y por fin habitaciones. ¿Dónde estaban la cocina, el baño y el dormitorio? Le quedaba solo un salón vacío con un ventanuco, pero afuera era de noche y no se veía nada. En ese silencio, la puerta por la que todos se habían ido, al final del pasillo, se iluminó muy tenuemente. En realidad, era un vano sin puerta, y en él se dibujó una silueta. Apareció un joven vestido de blanco cuyo rostro no se veía. Se acercó a la anciana muy despacio y la ayudó a levantarse con ternura. La señora Enríquez lo miró, pero sus ojos estaban tan gastados que solo vieron formas difusas. Le parecía un ángel, sin alas, pero ángel. ¿Ya me toca?, preguntó débilmente. Nadie le contestó. El joven la ayudó a caminar muy despacio en dirección al vano cuya luz crecía. Al otro lado se oían voces lejanas, risas y cantos. Atrás ya no quedaba nadie, el mundo se había acabado y ella era la última. Se sumergió en una luz cada vez más resplandeciente y sus arrugas infinitas se desvanecieron sin sombra que las dibujase.