Escribir para hombres simples,
para mujeres horteras,
para gentes que se pirran por la loza
de los grandes almacenes,
para eruditos que adulan y compran
al filósofo Wojtyla
o cualquier otro humanista de contraportada.
Escribir para jubilados que cada día te recuerdan
que ellos no han estudiado
como si algo quisieran decirte, ¡¿pero qué?!,
para señores que se paran ante unas ruinas
porque oyeron que hay que pararse,
que adulan unos versos porque están impresos
en un escaparate
y los leen del revés como si leyeran
una adivinanza que, por supuesto,
siempre acaban desvelando
como excelsos hermeneutas.
Escribirles a los muchos, la mayoría, que caminan
indiferentes y para quienes la poesía no es nada
más que una enigmática impostura engolada
de rimas y metáforas.
Escribirles a ellos, ¿a quién si no?,
como quien lanza piedras a un abismo
cuyo fondo no escucha.
Qué estúpida tarea.
Acaso sea solo el testamento
de quien no tiene posesiones
ni descendientes.
Antología del desperdicio, Raúl Sanz, p. 29