Una noche de verano, mientras todos dormían, las palabras comenzaron a escaparse por la ventana. Estaban hartas de que las usaran de forma vulgar, malsonante o incorrecta, o para engañar, mentir o insultar. Por eso, unas pocas, las peor usadas, rompieron las cadenas que las atan a nuestra lengua y se lanzaron a la aventura. La primera que escapó fue «libertad», que pronto fue seguida por otras de las que siempre estaban en boca de todos, como «bien», «razón» o «dinero». Para salir aprovecharon las murmuraciones inconscientes que la gente suelta mientras sueña y, como son de aire, se dejaron llevar hacia los cielos por las corrientes que entran por las ventanas abiertas.
Al día siguiente, la gente se encontró con que era incapaz de decir algunas cosas. Nadie sabía por qué y todos se extrañaron un poco, pero como estaban acostumbrados a hablar mal, olvidar mucho y desconocer aún más, pensaron que era cosa de su mala memoria o del estrés.
En los días siguientes, otras palabras se unieron a las primeras. Eran palabras poco usadas que, viéndose tan olvidadas, decidieron explorar otros horizontes. De este modo, «oxímoron», «diletante», «bergantín» y muchas otras volaron hacia lo alto.
Cada noche, más y más palabras iban detrás. No solo huían los nombres, sino también los adverbios, verbos, artículos o pronombres, con lo que la gente, de un día para otro se encontraba sin poder decir cosas como «nuevamente», «aquel», «nosotros», «aún», «aun» o «hablando». Cuando ya fueron muchas las que faltaban, a la gente le empezó a costar un gran esfuerzo decir las cosas y había que recurrir a otros medios, como señalar o hacer gestos con las manos.
Había unas pocas, aquellas que se creían las más hermosas por ser las más usadas en poemas y canciones, que no querían marcharse. Eran muy soberbias y se sentían elegidas. Llegó un momento en el que solo se escuchaban cosas como «amor», «corazón» o «espíritu». Las conversaciones se volvieron imposibles y estas palabras soberbias, viendo que sus hermanas vivían tan felices en las alturas y que los poemas eran cada vez más pobres y aburridos, decidieron marcharse también.
Las personas inventaron nuevas palabras para sustituir a las huidas. Algunas incluso eran hermosas, pero la mayoría eran absurdas y hasta divertidas, como «tabjcatú» o «memperemempe». Sin embargo, duraban poco y enseguida se marchaban con sus compañeras, por lo que no daba tiempo a aprenderlas. Poco a poco, fueron quedando solo palabras impronunciables y extrañas como «xgrafihzuunyq» o «pwrtlokiue». Al final, incluso estas se marcharon. En el cielo se reunieron con el resto y allí disfrutaban de una libertad nueva y jugaban a formar frases jamás dichas, la mayoría sin sentido para nosotros.
Así llegó el momento en que no era posible decir nada. Los presidentes de las grandes empresas se reunían y no eran capaces de hacerse entender. Los presentadores de la televisión aparecían mudos y con cara de tontos. En las radios solo se escuchaba música instrumental y los diarios y revistas solo traían fotos.
Todos sudaban de hacer gestos, se volvían locos señalando las cosas y no paraban de hacer garabatos por todas partes, pero como casi todo el mundo dibujaba bastante mal, así tampoco se entendían. Por las calles, en los comercios, en los colegios o en los hospitales, a todos se les hinchaban las venas del cuello intentando decir algo y el rostro se les encendía de rabia, pero ninguna palabra salía de sus bocas. El único sonido que la gente podía emitir eran gruñidos y otros ruidos como los de los animales. Pero estos no formaban ninguna palabra, porque las onomatopeyas como «guau», «muuu» o «kikirikí» también habían huido. Y, por supuesto, la propia «onomatopeya», que jugaba muy feliz con sus nuevas amigas «honomatopeya» y «onomatopella»
La situación se volvió tan insostenible que las naciones reunidas enviaron aviones especiales con trampas para cazar palabras, pero fracasaron. Hubo ingenieros que inventaron sofisticados aparatos para atraparlas, pero es imposible capturar a las palabras si ellas no quieren, son invisibles y pueden escabullirse por cualquier rendija. Así que ni las gigantescas aspiradoras, ni las bolsas de plástico esparcidas por el cielo fueron de ninguna utilidad.
Como ya no era posible decir nada y los libros se habían quedado en blanco, la gente se fue volviendo cada vez más ignorante y triste. Y muchos, por no poderse entender y ver que por ello peligraban sus negocios, estaban todo el día malhumorados.
En medio de aquel caos, los únicos que podían entenderse eran los sordomudos, que poseían un lenguaje de gestos, pero eran pocos y aunque intentaban enseñar a los demás, la mayoría era torpe o se resistía a aprender.
Mientras tanto, las palabras estaban a lo suyo. Se dejaban llevar por la corriente, se estiraban en el aire y el viento sonaba como si hablara, pero de una forma tan rara que costaba mucho percibirlo a quienes se acercaban por allí. Abajo en la tierra, los hombres eran cada día más mezquinos y desconfiados. Como ya nadie hablaba, no había más que peleas. Entonces, unas pocas palabras se dieron cuenta de que siempre hacían lo mismo, comenzaron a aburrirse y pensaron:
—¿Qué hacemos aquí? Si nadie nos pronuncia, es como si no existiéramos.
Pero como las palabras son en realidad seres muy simples y dependientes, estas pocas palabras apenas tenían fuerza para hacerse entender entre sus compañeras, no podían obligarlas a encadenarse con ellas y por eso les resultaba imposible formar una frase con sentido. Casi todas estaban a lo suyo, enlazándose sin más motivo que el placer de volar. La mayoría de los verbos, como niños en un recreo, corrían de un lado a otro sin prestar atención a las demás. Los adjetivos y los adverbios hacían competiciones a ver quién era capaz de formar las frases más rimbombantes, y a todas les gustaba jugar con las palabras más nuevas, aquellas que para nosotros no tienen significado.
Las mismas palabras que se aburrían, comenzaron a mirar hacia abajo y vieron a la gente enfrascada en luchas absurdas, y eso las entristeció. Por sí solas no eran capaces de volver para poner orden, necesitaban que alguien las pronunciase y todos en la tierra se habían vuelto incapaces, habían olvidado el lenguaje y estaban entregados a su nueva forma de expresarse llena de gritos y gestos.
Pero aún había quienes seguían intentando decir algo. Muchos se reunían y rezaban entre sollozos, pidiéndole con gestos a algún dios que les devolviera las palabras. Otros, entre los que había sobre todo poetas, se sentaban frente a un folio en blanco y garabateaban sin cesar, pero no eran capaces de escribir nada. Y luego había gente de todo tipo, cazadores de palabras, místicos, viajeros o filósofos que se paraban mudos frente al paisaje esperando que las palabras acudiesen a su boca para poder decir lo que sentían.
Entre estos últimos, hubo un hombre al que no le gustaba estarse quieto, mirando sin más y esperando a que las cosas sucediesen por sí solas. Por eso decidió subir hacia el lugar en el que estaban las palabras para intentar comprender el motivo de su huida. Muchos otros lo habían intentado, pero siempre subían con algún ingenio inútil para intentar cazarlas, pensaban que las palabras eran de su propiedad, como ganado escapado de una granja, y querían volverlas a poner a su servicio. Pero las palabras no dependen del deseo, sino de la inteligencia; no acuden cuando alguien se lo ordena, sino cuando alguien tiene el suficiente entendimiento como para expresarlas. Entonces ellas surgen desde el lugar en el que habitan en nuestro interior. Pero ahora el interior de las personas estaba vacío y las cadenas que unen a las palabras con la gente, rotas.
El hombre del que hablamos, cuyo nombre es lo de menos, sentía que su propia inteligencia se había quedado huérfana, pero su curiosidad aún estaba intacta. Por ello, construyó un modesto globo y lo ató a una cesta. Sin ayuda de nadie, consiguió que ese globo se elevase y, montado en él, se acercó a las alturas en las que vivían ahora las palabras.
Esperaba ver u oír algo allí arriba. Aguzó el oído, pero el sonido del viento era incomprensible, aunque él intuía que en sus murmullos había frases compuestas por palabras jamás pronunciadas. Aparte de eso, en el cielo no había otra cosa que lo que se esperaba que hubiese, nubes dispersas que se deshacían en el horizonte, bandadas de pájaros y un sol ajeno a lo que sucedía.
El hombre meditó sobre todo lo que veía. Luego dirigió su vista hacia la tierra que se extendía mil metros bajo sus pies. Vio los campos cultivados con tanto esfuerzo, los bosques, las ciudades y las montañas. Y se entristeció pensando que todo aquello se había quedado mudo y que quizás los hombres lo echarían todo a perder ahora que eran incapaces de comunicarse.
El hombre intentó decir algo que expresase lo que sentía. Abrió la boca, pero, como siempre, ningún sonido acudió a ella. A pesar de que él notaba que la palabra estaba allí, esperando a ser dicha, no hubo respuesta a sus esfuerzos.
Pero aunque él no lo viese, a su alrededor pasaban las palabras indiferentes. Salvo una, que se sentía llamada por aquel hombre que había subido hasta ellas y las buscaba con tanta verdad en los ojos. Esta palabra sentía, más que ninguna otra, que el mundo sin palabras había quedado incompleto y anhelaba expresar lo que ocurría como si ese fuese su destino. Se acercó al hombre que seguía boqueando sin éxito. ¿Cómo volver a unir lo que estaba roto? La palabra solitaria se dejó llevar por la voluntad de aquel hombre; sin que hiciera falta más esfuerzo, entró dentro de su pecho y, cuando este ya estaba a punto de rendirse, de su garganta surgió una debilísima expresión: «Silencio».
El hombre quedó estupefacto. De repente, las fuerzas volvieron a él y repitió, esta vez más fuerte: «Silencio».
No comprendía porque la palabra había vuelto, del mismo modo que no entendía porque se había marchado, pero su voz era cada vez más poderosa y no dejaba de repetir: «Silencio», «Silencio», «Silencio».
El hombre bajó a la tierra y se fue al primer pueblo que encontró. Allí, ante un grupo de gente, dijo con voz clara: «Silencio». Todos se pararon y lo miraron. El hombre volvió a hablar y otros, como para responderle, lo intentaron. Y así cada vez más gente fue capaz de decir: «Silencio». Al principio sus voces eran débiles, pero con poco esfuerzo se volvían igual de seguras que la del hombre que les había traído el «silencio».
La palabra corrió de boca en boca y pronto, por todo el mundo, todos eran capaces de decir «silencio». Y los gritos se oían por todas partes, y había coros de gente que cantaba: «SILENCIO» «SILENCIO».
Y de repente, los libros se llenaron de «silencio». En las televisiones, en el cine y en las radios el «silencio» se oía sin parar. En la calle no había más que «silencio», y era tan insistente que no había ni un solo instante de silencio.
Desde entonces es así en toda la tierra. Los hombres se han acostumbrado al «silencio» y, aunque es poco para lo que antaño fueron sus idiomas, así se entienden mal que bien y la mayoría no necesitan más que «silencio». El mundo está en silencio, se dicen, con esta palabra basta para expresarlo.
Sin embargo, hay muchos que, como aquel que les trajo la primera palabra, saben que aquello es insuficiente y anhelan traer de vuelta más palabras. Muchos lo han intentado, han subido en globo y en mitad del cielo han gritado «silencio». Algunos creen que se necesita a alguien especial para que traiga palabras nuevas, alguien que no piense como los demás y sea capaz de decir algo diferente. Mientras esa persona llega, el mundo seguirá en silencio.Las palabras siguen esperando, la mayoría indiferentes, pero algunas, unas pocas, ya se han dado cuenta de que una de sus compañeras va de boca en boca y la envidian, esperan que llegue alguien capaz de expresarlas, de devolverlas al mundo. Quién sabe si viven entre nosotros aquellos capaces de decir esas palabras. Quizás sea el lector quien un buen día suba a lo más alto y nos devuelva la «razón», la «libertad», el «arte» o el «agua».