Cuando tenía un trabajo al que acudía en autobús
cada mañana,
una de mis fantasías era bajarme
en cualquier parada intermedia
y no llegar nunca,
quedarme a disfrutar de la mañana en aquella plaza
rodeada de árboles,
meterme en una cafetería vaciada ya
de la hora punta y comerme unos churros
tras sus cristales,
y mirar a los paseantes del otro lado
con la paz de la distancia,
y luego curiosear las revistas
del quiosco, sentarme en un banco a leer un libro,
curiosear los escaparates de las ferreterías
(a las once de la mañana, hay pocas cosas
más bellas que el escaparate de una ferretería),
y después andar calle abajo
por un paseo de veredas soleadas y aceras estrechas
entre avenidas lejanas,
entrar en cualquier comercio, echar una quiniela
para ganar dinero sin trabajar,
entrar en una librería (cuando existían)
o en una tienda de comics a curiosear
páginas ilustradas de libros que no leeré,
y luego pasar por la estación del tren
y ver los trenes que van y vienen,
y la gente que sube y baja.
E imaginar, ¿adónde irán?,
¿de dónde vendrán?,
¿con quien amarán?
Pero no tratar de responder
a esas preguntas, sino dejarlas
salir a que den saltos
como gorriones sobre el asfalto
en busca del pan que alguien arroja.

El mundo así emerge del orden
como un milagro nuevo,
un camino no trazado
que solo se puede andar
sin rumbo.

Todo debería ser gratis, LXI p. 74

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