Es casi una tradición que determinados sujetos frecuentes en sus apariciones mediáticas —actores, artistas o periodistas—, declaren con cristalina sonrisa y orgullo victorioso que tienen la suerte de desempeñar la profesión más bonita del mundo, y que desde pequeñitos tuvieron clara su vocación de contar historias. Esta condición es comprensible en los actores, imágenes parlantes obligadas para promocionarse a exhibirse en presentaciones, entrevistas y galas, donde a menudo mitinean con la impostada profundidad que han aprendido en sus papeles más complejos, esos en los que se abisman en los tormentos peliculeros de las almas excelsas que interpretan. En los artistas se da una parecida necesidad de promoción, aun a costa de decir las sandeces más variadas, pero no quiero hablar de ellos aquí. Mi interés está en los periodistas, para quienes, por supuesto, su profesión es la más bonita del mundo. Ellos, además, tienen la ventaja de que fabrican los contenidos de su industria, por lo que pueden entrevistarse entre sí como conejos revueltos en una madriguera. Parecen suponer que, por el mero hecho de estar ahí, ya merecen ser expuestos y escuchados, y al resto de los mortales nos tiene que interesar su profesión, como a un niño al que le tiene que gustar la comida que le hace su madre. Obviamente me refiero a los periodistas famosos, esos que presentan y hablan en primera persona, esos que firman y que son el reclamo de las empresas mediáticas. Innumerables veces los he escuchado decir, cuando practican su onanismo público y gregario, que siempre han querido contar historias. Esto no los ha llevado, sin embargo, a hacerse historiadores, profesión cuyo contar historias necesita un rigor que ellos tienen muy lejano, porque su rigor está sometido al comercio debido. Se justifican con aquello de que su contar es de la actualidad, que los obliga a estar siempre corriendo detrás de la noticia, y que hacen un servicio público y mejoran el mundo —en Los mitos de la prensa libre, profundizo en esta retórica—. Al final, este postureo cuentista, que no veremos casi nunca en los redactores y técnicos anónimos, tiene mucho de, nuevamente, autopromoción, vanidad inconsciente e ignorancia de la realidad, o de vivencia de una realidad que los plastifica y los pone en el escaparate por el mero hecho de ser famosos. Así vemos a tantos sujetos autoproclamados periodistas y contadores de historias recrearse en su privilegio, aunque de lo que hablen sea de deportes o de cotilleos, cosa que puede hacer cualquiera, y que de hecho hace cualquiera. Tanto que, visto desde el punto de vista del esfuerzo, de la dificultad y del mérito, la del periodista es una profesión muy escasa. Pero claro, los físicos, los médicos, los profesores, los agricultores, los ingenieros, los panaderos, los camioneros o los bibliotecarios no pueden entrevistarse a sí mismos para proclamar la suya como la profesión más bonita del mundo, y dependen para ello de estos contadores de historias que no harían sino una caricatura de sus realidades.