¿Qué es ciencia ficción?

A propósito de Crónica de los puentes estelares

Para definir la ciencia ficción con un mínimo de rigor es necesaria una idea de ciencia, pero también de tecnología, porque lo que a menudo presentan estas historias es un despliegue de aparatos fabulosos cuyos fundamentos teóricos se obvian. Aquí vamos a acogernos a este texto de Gustavo Bueno —¿Qué es la ciencia? (1995)—, y en concreto:

(3) La tercera acepción de ciencia, la que tiene como denotación a las llamadas “ciencias positivas” o ciencias en el sentido estricto, corresponde al “estado del Mundo” característico de la época moderna europea, la época de los principios de la revolución industrial (…). Ahora aparece la ciencia en su sentido moderno, el que consideraremos sentido fuerte o estricto (…), la ciencia, en esta nueva acepción fuerte, pasará a primer plano durante los siglos XVIII y XIX, y en el siglo XX, será reconocida como un contenido fundamental de nuestro mundo, en su forma de la “gran ciencia” (…) es universal y pasa a desempeñar el papel de “esqueleto disperso” del Mundo que corresponde a nuestra civilización industrial.

Esta teoría tiene la virtud, como se ve en su referencia a la civilización industrial, de conceder una importancia fundamental a la tecnología. Para G. Bueno, las técnicas son el origen de las ciencias, que no son meras especulaciones aisladas y tienen un carácter constructivo y operatorio. La tecnología la concebimos entonces como esa misma técnica filtrada y mejorada por la ciencia moderna (de una medicina tradicional, por ejemplo, fundada en el ensayo y error y la superstición, pasamos a una medicina científica que obtiene su potencia de las diversas ciencias que la nutren).

Según estos principios, ¿en qué consiste una ficción científica? La imaginación se nutre de lo conocido. Es impensable, por ejemplo, que en la antigüedad se imaginase la teletransportación en su sentido cuántico, pero sí se contaban historias sobre bilocación (la monja María de Jesús de Ágreda podía estar en dos sitios a la vez, y sin necesidad de ningún cacharro). Los prodigios premodernos no tenían su molde en la tecnología, sino en la magia, el milagro, los espíritus, los dioses o cualquier otra fuerza sobrenatural. En sus Relatos verídicos, Luciano de Samósata narra un viaje a la luna, adonde llega en un barco de los conocidos por él gracias a una singular tromba de agua. Las maravillas que se suceden a continuación llevan la marca típica de las mitologías antiguas, capaces de imaginar monstruos y seres extraordinarios. Es la misma facilidad para inventar de los hombres medievales, cuyos viajeros oían en remotos lugares historias aún más remotas. Algunas de estas historias quizás puedan ser consideradas como protociencia ficción, pero más certero sería hablar de un amplio género de narrativa fantástica dentro del cual estaría, como peculiar aportación de nuestra época, la ciencia ficción.

Lo que aquí vamos a sostener es que para que haya ciencia ficción propiamente dicha, para que haya especulación científica, tiene que estar ya constituida la ciencia en la acepción tercera antes citada. Es esta ciencia conocida la que inspira a los autores a imaginar los prodigios que, aunque imposibles o aún no reales, son coherentes con ella. Solo oblicuamente se puede hablar de ficción científica según las otras acepciones, pero siempre a partir del modelo fuerte de la tercera. La psicohistoria de Hari Seldon, el personaje de Asimov, podría ser considerada de este modo como una ciencia-tecnología ficción según la cuarta acepción —la que extiende el concepto a las «ciencias humanas»—, aunque lo que Seldon hace propiamente es matemáticas y probabilidad. Una ciencia ficción según la primera acepción, como un saber hacer, sería directamente magia, como el saber hacer extraordinario del zapatero de las botas de siete leguas, y entraría dentro del género fantástico más ampliamente definido. Esto no quiere decir que podamos marcar una frontera nítida entre lo que es o no ciencia ficción. Siempre quedará abierto el debate sobre si determinada ocurrencia tiene sabor científico o es una fantasía de otro tipo, porque las fuentes antiguas, como la magia o la religión, no se extinguen sin más en la nueva narrativa, y muchas veces aparecen mezcladas con ella y revitalizadas. 

Sobre la importancia de la tecnología, hay un aspecto crucial en ella que no se suele tener lo suficientemente en cuenta: su dimensión social, económica y política. Las tecnologías y las ciencias que las permiten son el fruto del trabajo ingente de grupos humanos en constante competencia, no son formaciones gratuitas que uno se encuentra porque sí, son costosas, valiosas y justifican guerras y todo tipo de aventuras. Imaginemos que alguien inventa una tecnología que permita saltar de un sistema solar a otro. Si uno quisiera plantear algo así de manera coherente en una ficción, no puede presentarla como una cosa banal. Puede llevar el conflicto, si quiere, a otra parte y dejar la tecnología de fondo, como un decorado con el que explicar lo imposible, y jugar entonces con el romance, la aventura o lo que se quiera. Dejando esto aparte, la tecnología en sí es lo suficientemente poderosa como para erigir entorno suyo una gran trama. Eso es lo que hace la novela Crónica de los puentes estelares. Si los grandes conflictos establecen el marco de la historia, la lucha de los personajes consiste en explorar los límites de su libertad en contra o a favor de esa historia. Es la vieja dialéctica entre los dos grandes extremos de la modernidad: un absoluto que reduce al sujeto a la insignificancia frente al individualismo, muchas veces fatalista, de un existencialismo extremo. En las retorcidas sendas del camino del medio está la realidad. El escenario de la Crónica no pretende ser mágico, aunque a veces juegue en esos márgenes, le basta con la impactante novedad de las tecnologías inventadas, y es por ello una historia de ciencia ficción en sentido pleno, que no es poco.

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