Un hastío vino a ensombrecerme. Fue entonces cuando comenzó mi calvario. A las puertas de la empresa siempre hay voluntarios que te sonríen, ponen esa cara patética de amar a todos los seres vivos. En aquel tiempo, esas melazas aún me reconfortaban. Por el camino, al irme a casa, siempre podía pasar por la librería, allí me regalaban un café y una charla pretenciosa sobre la conciencia cósmica.
Pero aquel hastío no era un cansancio cualquiera, ni una tristeza o un aburrimiento. ¿A quién no le pasan esas cosas? La vida las trae y, afortunadamente, nos dicen, vivimos en la era de la felicidad definitiva. No es que se hayan terminado los sufrimientos ni le hayamos vencido a la muerte, aún quedan enemigos interiores y exteriores, pero entre nosotros nos amamos y nos ayudamos. Nadie está solo, nadie puede caer. Eso te dicen.
Por supuesto, yo era libre de irme. Pero ¿adónde? El mundo de aquí se repite en todas partes: enormes ciudades peatonales con sus jardines frondosos, sus museos pletóricos de cultura, su vida nocturna, sus monumentos… Todo eso. O quizás al campo, para ver un atardecer más allá de las cosechas de cereales.
Sí, pero nunca te dejan solo. De ellos era mi cansancio. Si decidías quedarte en casa, mandaban a alguien a visitarte. Al final todos tus conocidos parecían estar informados de tus tristezas y todos actuaban para hacerte sentir el centro del mundo, el ser más amado, el ungido venido de los cielos para salvar a la humanidad. ¿Quién puede resistirse a eso? Por supuesto, debías corresponder, lo hacías aunque no quisieras. Para todos hay remedio, actividades lúdicas con gente simpática, o con gurús de sabiduría inigualable.
Dije que quería dejar el trabajo y me dieron un subsidio. ¿Y qué vas a hacer?, me preguntaron. Escribir, respondí sin muchas ganas para quitármelos de encima. ¡Estupendo! El mismo entusiasmo recargado de siempre, e inmediatamente ese interés excesivo por lo que se suponía que yo iba a hacer. En el fondo, les daba igual. Si te da por escribir, escribe. Si te da por pintar, pinta. Si te da por tumbarte al sol, túmbate. ¡Lo importante es que seas feliz! Da igual una cosa que otra, y por supuesto da igual quién haga qué o con qué talento. Así son los libros ahora.
Luego te inundan con los mil comentarios y consejos de rigor. Conozco un curso de escritura creativa… Puedes publicar en tal… Ya me pasarás lo que escribas… Pues mi prima ha escrito un libro de poesía, lo tiene colgado en tal sitio…
Debí decir algo incorrecto, subido de tono. A alguien le causé algún trauma, yo qué sé. El mundo está lleno de tipos y tipas delicados y delicadas, con pieles de seda y sensibles como termómetros. Insoportables.
Algunos de mis amigos más apreciados comenzaron a hablarme con sincera preocupación. ¿Qué se pensaban? ¿Qué les habían contado de mí? Era como si creyesen que yo me estaba abismando en el peor de los vicios. Me veían como incomprensible. ¿Por qué estás tan huraño? No estoy huraño, no quiero ver esas estúpidas películas que me has recomendado. ¿Estúpidas? Pero si son preciosas…
Fui a visitar a mis padres y era evidente que les habían informado. Me trataron como a un niño al que le han pegado en el colegio y me dejaron irme a mi antigua habitación. Allí tumbado, sabía que me esperaban al otro lado de la puerta sin saber si entrar o no para tener conmigo una de esas conversaciones de apoyo familiar, una de esas charlas que se enseñan en los centros sociales y que se reproducen constantemente en series y películas. Pero yo solo quería que me dejasen en paz.
No me pasa nada, en serio. Se lo dije a la asistenta social cuando vino a visitarme. Se presentó descaradamente, sin el disfraz de la amistad. Llegó directamente del centro de salud porque le habían informado de que yo estaba triste. ¡Oh cielos, un ciudadano triste! El Estado no lo puede permitir.
Lo comprendo, me dijo, el mundo está lleno de infelicidad. ¿De qué me está hablando esta persona?, pensaba yo, ¿a qué ha venido? Lo sabía todo de mí, me habían estudiado, tenían un informe clínico de mi supuesta tristeza. Yo era, para ellos, un sujeto inquieto. Era normal que estuviese así, necesitaba retos nuevos.
¿Por qué no viaja usted? Súbase al Everest. Ingrese un tiempo en un monasterio budista, en la web retirobudista.com puede usted reservar plaza. Baje usted en piragua por el Nilo, ya no hay cocodrilos, ya no terroristas, ya no hay nada que temer. ¿Y qué tal un viaje a la luna?, es un poco caro, pero podemos ayudarle a conseguir un billete de segunda clase en el transbordador mensual, mi hermana estuvo, es una experiencia alucinante, bajas, pisas la luna, das un saltito y vuelves… No paraba de proponerme planes con su cálida voz. Yo la oía lejanamente y nada me interesaba. Era una mujer atractiva, empecé a pensar y, movido por el hastío, le dije simplemente: me gustaría follar contigo. Tenía una esperanza estúpidamente sincera en que me contestaría que sí, pero calló con el gesto severo de un inquisidor.
El amor es libre, pero no se puede ser tan brusco, es necesario un respeto mínimo y un cierto protocolo. Si uno sabe llevarlo, puede follar casi con cualquier cosa.
Ella me sonrío, mi caso empezaba a ser grave. Estaba al borde del delito.
Me mandaron una citación. Debía ir al juzgado social, en el centro social. Allí todo es social, hasta la masturbación. Un tribunal de gente calurosa quería saber de mí, me miraba con esa cara de escuchar con mucho interés. Un rostro de oficio, de frente arrugada y sonrisa seria. Me acusaban de acoso por una simple frase, un tropiezo en el escalón del hastío. ¿La pena? Trabajos sociales, por supuesto, algo por el bien de la comunidad. Una comunidad a la que pertenecen infinitos seres —humanos, perros, gatos, monos, ratones, toros, pingüinos, osos polares y quién sabe qué más— a los que jamás conocería, la mayoría tan ajenos a mí como los peces de los fondos abisales, pero debía trabajar para ellos porque son la vida, ese don sagrado que se da su propia ley. Lo que antes era Dios, ahora es un principio indefinido de armonía terrenal.
Los mandé a la mierda y sentí placer.
Al juez que presidía el tribunal se le borró la sonrisa y me dijo: «jovencito…».
¿Jovencito? ¿Qué clase de exhortación era esa? Me eché a reír y entre lágrimas vi en sus caras una sonrisa bobalicona. A lo mejor se creían que mi risa era mi curación. Pero no, era sorna, escarnio.
El juez quiso amonestarme, pero alcé la voz para decir:
—¡Creo que ya sé lo que me pasa! ¡He encontrado el sentido de mi vida!
Todos gritaron: ¡Estupendo! ¿Qué es lo que quieres hacer? Te apoyaremos y gozaremos juntos viendo cómo se realiza tu maravillosa vida.
Y les dije:
—¡Quiero dedicarme a hacer burla de vosotros! ¡A reírme de este mundo de imbéciles felices!
Me miraron estupefactos, pero yo continué:
—¡También quiero asesinar! ¡Quiero ser un asesino virtuoso y alegre!
Y seguí diciéndoles barbaridades aún mayores. Pero ellos sabían que yo no era capaz de matar a nadie, así que me miraron con tranquilidad, fue entonces cuando supe que me habían derrotado. Era la suya una mirada de triunfo, el triunfo del bien, de la sociedad. Habían visto en mí el destino para mi felicidad, yo mismo se lo había revelado con mis actos y mis palabras.
Desde entonces, soy un bufón. Me permiten decir todo lo que quiera, las mayores sandeces, por muy groseras que sean, en todo momento y a toda persona. Salgo en televisión y grito lo que se me ocurre. Todos lo oyen y todos se ríen al final. Al principio, algunos se escandalizan, pero luego comprenden que es necesario para el bien común permitir aquel expurgo por boca del maravilloso cómico, del maravilloso hombre de ingenio portentoso que no está contento con nada y que todo lo mira desviadamente.